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Hace apenas un mes encabezaba mi ‘Telescopio’ hablando de periodistas inteligentes y audaces. Semanas después llegó el momento de hablar de John Elliott, modelo de historiadores, sujeto a la verdad del pasado. Hoy me toca hacerlo de abogados honestos como Gabriel García Planas, que hace dos semanas recibía el premio Decano Gabriel Frontera a la ética jurídica. El acto tuvo lugar el viernes 8 de abril en el recinto colegial. Lo recibía junto a otro compañero de talla, el abogado del Estado Juan Mir de la Fuente. No era la primera vez que se otorgaba. Recuerdo haber estado presente en el acto de su entrega a Rafael Perera Mesquida, jurista y personaje público de reconocida trayectoria. Se instituyó en el 2016 y lo han venido recibiendo juristas de indiscutible prestigio, entre los cuales no podemos olvidar al fiscal Ladislao Roig Bustos, que desempeñó también tareas docentes, apenas instaurada la Facultad de Derecho en Palma.

Como ya pude escribir en su día, glosando la historia de nuestro colegio profesional, «este no sólo permanece vigilante para sancionar actitudes merecedoras de reproche deontológico, sino que también premia conductas ejemplares.» En una palabra, podemos decir que está concebido, además de para proteger los derechos del colegiado, para estimular su buen hacer profesional, bien mediante cursos y encuentros científicos, bien otorgando premios a quienes destacan por su servicio a la justicia.

Curiosamente, y no tiene por qué extrañar, tanto Gabriel Garcías, como Perera y Mir, son miembros de la Real Academia de Jurisprudencia preconizada por el colegio. Gabriel ha sido además su presidente y ha señoreado la ciencia penal durante más de treinta años desde la Facultad de Derecho. ¿Casualidad? En absoluto. El primer objetivo de un buen abogado reside en conocer el terreno que pisa –el Derecho vigente– para su correcta aplicación y, el segundo, saber utilizar sus conocimientos en defensa, no sólo del cliente, sino también de la bondad del orden jurídico, que no es otra que la justicia. Saber aunar ambos objetivos a menudo resulta difícil. Imagino a los abogados citados, y a muchos más, teniendo que decirle a un cliente: «Lo siento, no puedo defenderle» o un «lo siento, pero le defenderé hasta el límite de no tergiversar la verdad de los hechos o de acudir al retorcimiento de la ley.»

Me impresionó el acto del día 8. Junto a la concesión de los premios indicados, recibían sus togas de abogado una veintena de jóvenes, jurando ante todo lealtad y respeto, respeto a la ley, al cliente y al adversario en el foro. Dice mucho tal juramento. No es que tenga un gran predicamento la función de abogado, del que los adagios nos advierten con aquel ‘no te fíes ni del más honrado’. Pero esto no es justo. Médicos torpes y corruptos los tenemos también, al igual que arquitectos con casas chapuceras, que se les derrumban sin necesitar terremotos. Cualquier profesión honesta tiene sus falsarios, que no merecen ni el título de la profesión que dicen ejercer. Y no digamos la de los políticos que no son dignos de representar ni gobernar el país que les otorga su confianza. Siempre tendremos un premio Miquel Frontera que otorgar y no pocas veces en dura competencia entre dignos profesionales, que muchos los hay, aunque permanezcan en el anonimato.