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Esta semana volvimos al colegio. No habíamos podido volver al Colegio Pedro Poveda, donde yo me eduqué y se educa mi hija, en dos años. Si nos acercábamos, era solo para recoger a los niños en coche o para acompañarles. Siempre desde una distancia prudente, siempre con mascarillas. Con el miedo a cuestas muchos y muchos días… La COVID nos había apartado de espacios que amamos, lugares que formaban parte de nuestras vidas de una forma natural, que dábamos por supuesto que siempre estarían ahí, cercanos y amigos.

A veces te percatas de cuánto has añorado un lugar cuando, por fin, tras una separación obligada, tienes la ocasión de regresar. Algo parecido les debe de suceder a los emigrantes y a los exiliados. Desde la lejanía, recuerdan con pena o con nostalgia (que es una forma distinta de tristeza, quizás más callada) sus espacios amados. Si algún día pueden volver, se agolpan los recuerdos, se suman las emociones, se avivan las almas. Volvimos al colegio de nuestros hijos, cruzamos sus verjas, y nos reencontramos. Hubo charlas, miradas de afecto, música, cena al aire libre, alegría y esperanza.

Se celebró el Certamen Literario Rosalía Conde, que lleva el nombre de la mejor profesora de literatura que he conocido nunca, y que fue mi maestra y amiga. Hay personas cuya presencia nos marcó tantísimo que nos acompañaran siempre, como un gran regalo. Hubo poemas recitados, música de piano, risas, palabras. El Domingo de Resurrección, quiero recordar nuestras pequeñas resurrecciones cotidianas. La posibilidad de volver poco a poco a la vida, tras ese letargo de angustia y enfermedad. Que repiquen las campanas de Gloria y nos inviten a respirar hondo, a aproximarnos a los demás, a vivir. Que ese Cristo hecho hombre nos recuerde nuestra humanidad. Que sepamos aprender lecciones de todo aquello, bello o terrible, que nos toca vivir. Que vuelva a florecer la Pascua.