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Todos los días lo venimos comprobando. También las gentes que patrocinan este Gobierno social comunista. Todos pasamos por el bar, por la gasolinera, por el mercado. Todos tenemos nuestro hogar y pagamos el recibo de la luz y del gas. Todos sabemos que la vida se ha vuelto mucho más cara. Los bienes y servicios que consumimos cuestan bastante más y nuestros pequeños ahorros han perdido valor. Son muchos quienes pasan ciertas dificultades para llegar a final de mes. A todos nos preocupa el futuro, el de nuestros hijos y nietos. La curva del IPC en lo que llevamos de año es espectacular: 6,1 % en enero, 7,6 % en febrero y 9,8 % en marzo. La más alta desde 1985 con Felipe González y lo que te rondaré morena. Esta es una realidad innegable, que no puede negar ni tan siquiera el Gobierno. ¿Dónde queda la promesa del estado del bienestar que acompañaría al español medio hasta la tumba? En el ambiente flota, una vez más, el recuerdo de la izquierda gobernante, absolutamente manirrota en lo económico, presa de su relato ideológico bastante caduco. Nunca ha abordado las reformas necesarias, ha tomado decisiones políticas muy mal orientadas, e incluso, para salir airoso de su ineficacia, ha llegado a negar la misma crisis, como hizo el nefasto Zapatero. Un auténtico desastre, que ha situado a España como un país de segundo nivel.

Eso sí, somos un país de vividores y fiesteros, cómplices de cuanto con el tiempo lamentamos, ignorantes y despreocupados, como si no fuese con nosotros la marcha del país y cuanto es fundamental para mantener un nivel de vida al alza. Somos un país que votamos a la contra, que llevamos a presidir el Gobierno a personajes como el incompetente Zapatero y el ególatra Sánchez. Somos un país que siempre estamos enredados, por iniciativa de la izquierda, en cuitas del pasado, entretenidos en dividir, infernar y separar la sociedad, que aceptamos que nos gobiernen con el apoyo de quienes desean acabar con España, que consentimos el manejo partidista de todas las instituciones públicas y el uso arbitrario y discriminatorio del gobierno.

Pero, sobre todo, hay que recordar, que mucho de lo que nos pasa obedece a decisiones políticas de quienes hemos apoyado con nuestro voto y nuestro silencio posterior. Las manipulaciones políticas, aceptadas por nuestra incapacidad de discernir mínimamente, tienen siempre sus efectos nocivos. Ahora mismo estamos pagando las consecuencias. Y, sin embargo, no nos sentimos responsables de cuanto sucede. Y lo somos. En efecto, somos responsables de la situación de un país que, hasta el día de hoy, muestra una endémica dependencia del exterior y que no ha sido capaz de dar un solo paso en la buena dirección: lograr una cierta autonomía energética. Y, lo que es más grave, dimos por buenas las iniciativas políticas tendentes a desmantelar –con grave coste económico que hemos pagado con el recibo de la luz– el programa nuclear en marcha.

Eso sí pagamos muy cara la electricidad de origen nuclear a Francia, y corremos un riesgo similar al del país productor. Aquí las nucleares están prohibidas y las que existen pesa sobre ellas la amenaza de cierre inminente. Aquí no se invierte nada en prospecciones petrolíferas ni gasistas ni en el ‘fracking’. Aquí, ya se sabe, eso de construir pantanos es franquista y lo del trasvase del Ebro es más de lo mismo. Total que pagamos las consecuencias de las pésimas decisiones de la izquierda y la complicidad de la sociedad civil, que sigue estando en la higuera. Y, por si fuera poco, cuando dependemos totalmente del gas argelino, aparece un tal Sánchez, con todo el parlamento en contra, y pone en grave riesgo el suministro de gas argelino, que, a buen seguro, ahora nos costará más caro. En Europa hay quien toma otras decisiones: instalar minireactores. Es el caso de Francia e Inglaterra. Se trata de abaratar costes, reducir el impacto medioambiental y, sobre todo, conseguir una cierta autonomía energética. Objetivo clave para un futuro mejor.