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Vaticina la Conselleria d’Afers Socials que en 2030 la población dependiente en Baleares se duplicará. Para eso quedan menos de ocho años, así que está a la vuelta de la esquina. El dato me resulta escalofriante, no tanto por el enorme gasto económico que supondrá a los trabajadores de las Islas, sino por el modelo de sociedad que se dibuja en el horizonte. El aumento de la esperanza de vida y la baja natalidad conforman la tormenta perfecta para acabar teniendo una sociedad llena de ancianos. En cuatro décadas los habitantes de las Islas han ganado diez años de vida, desde los 73 de 1975 a los 83 actuales.

Está claro que en ese período la calidad de vida de los abuelos ha mejorado radicalmente. Ya no es raro encontrar octogenarios que practican deporte, viajan, bailan y disfrutan la vejez casi con la misma energía de cuando tenían cuarenta años. Sin embargo, la curva estadística continúa elevándose –con permiso del tropiezo provocado por la COVID–19, lo que significa que cada vez hay más personas que superan el umbral de los 85, los 90, los 95 años. Y a esas edades, generalmente, el deterioro físico y cognitivo es imparable.

Desde las instituciones se proyectan nuevas residencias y equipamientos necesarios, pero la gran pregunta es: ¿está nuestra sociedad dispuesta a atender a quienes exigen un apoyo total? Las familias ya no son como las de antes, ahora todo el mundo trabaja, estudia, tiene obligaciones y el ocio y el descanso son también sagrados. Ante ese panorama, el abuelo/el enfermo supone una carga imposible de atender. Tampoco los salarios baleares son como para contratar ayuda profesional. Tendrá que ser el Estado quien se ocupe y eso, me temo, todavía es una quimera.