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El mundo es muy grande y la historia, muy larga. A mí personalmente me encantaría conocer los entresijos de todo lo que le ha ocurrido al ser humano desde que aprendió a escribir e inauguró ese período que denominamos ‘historia’, en cada rincón del planeta. Ardua tarea que, seguramente, ni siquiera alcanzan los historiadores profesionales. Por eso no me parece mal que desde el Gobierno se acoten las etapas históricas en el aprendizaje escolar. Yo me formé en los años ochenta, estudié historia universal y también de España. Más adelante, en la universidad, abordamos además la historia del País Vasco.

¿Qué ocurre? Que lo que se llamaba historia universal era en realidad la de Europa, porque de Japón, Senegal, Bolivia o los mares del sur, por ejemplo, no sabíamos absolutamente nada. Y ellos tienen historias tan apasionantes como las nuestras. Respecto a la de España, arrancábamos en la Prehistoria y llegábamos hasta donde alcanzaba el tiempo lectivo: Isabel II o por ahí. En toda mi etapa formativa jamás llegué a estudiar el cambio del siglo, la II República ni la Guerra Civil. Mucho menos el franquismo y la Transición, que para mí era lo que salía en los periódicos, no formaba aún parte de la historia.

En los asuntos mundiales apenas rozamos a Napoleón y nunca alcanzamos las guerras mundiales, que mi abuela había vivido de cerca, pues vivía en la frontera francesa, y nos lo contaba de primera mano. Muchos se escandalizan porque ahora los chicos de Bachiller solo estudiarán la España de 1812 en adelante. La que yo nunca aprendí. No hay que preocuparse; si llegan a conocer en profundidad ese período clave, sus padres pueden estar tranquilos. Serán cultos, casi sabios. Mucho más que la mayoría.