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Cuando parecía que no se podía degradar más la educación en España, tenemos la Ley Celáa para desmentirlo. Su aplicación a los alumnos de 12 a 16 años viene a ser todo un tratado de excelencia, pero de excelencia en cómo deseducar al personal. La prueba de que la formación de los adolescentes no es el objetivo de la ley lo tenemos en que se puede pasar de curso e incluso terminar la ESO con un número indeterminado de suspensos. Eso quita presión a los discentes, seguro, pero también les quita las ganas de estudiar. Aunque el propósito de la ley no debe ser precisamente el estudio sino el que con el artilugio descienda el abandono de las aulas entre los adolescentes, que es uno de los más altos de Europa.

Quitada esa presión, desaparece también otra, la de adquirir conocimientos, porque el texto legal es claro en su intención de luchar contra lo que llama actitud memorística y la substituye por un acercamiento emocional al temario. Ello es aplicable hasta en las Matemáticas. Y no digamos en la Historia, donde no se realiza una enseñanza cronológica y se suprimen los principales hechos históricos, como la Revolución Francesa y la Conquista de América. Con temarios vagarosos y de interpretación particular de cada docente no habrá enseñanza común en España, no ya en cada Comunidad, donde gran parte de las disciplinas son de cosecha propia, sino en cada colegio, donde las emociones académicas quedarán al arbitrio de cada profesor.

O sea, que hemos conseguido sustituir los conocimientos por las emociones, prescindir de la memoria como herramienta intelectual y someter toda la normativa escolar a los valores imperantes en la ideología progre, que no lo es, sino que viene a ser más rancia que aquello que pretende superar.