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Hace un par de años tuvimos a Greta Thunberg hasta en la sopa. En esta moda actual de los medios de comunicación de crear mártires y héroes –que rápidamente pasan al olvido– para solaz del público, la chica sueca nos martirizó mañana, tarde y noche sobre el apocalipsis climático. Parece que su vehemente discurso se apaciguó cuando tuvo que viajar de Nueva York a Lisboa en un catamarán que no paró de menearse en los 21 días de travesía. Semejante mareo debió convencerle de que, quizá, es preferible no viajar –al menos en periplos transoceánicos– si uno pretende no tomar nunca un avión, su particular fijación.

Ahora Greta publica un libro con su mensaje medioambiental y político. No sé si en sus páginas nos contará toda la verdad o preferirá sacar a relucir solo lo que comulga con sus ideales o quizá con los beneficios de las empresas que sostienen su carrera como activista. Porque su feroz guerra contra la aviación debería matizarse si estudiamos el impacto contaminador del tráfico aéreo versus el que tienen los coches, que nos rodean por todas partes.

Lo mismo aplica a los cruceros turísticos, objetivo prioritario en los odios de los ecologistas que, seguramente, no se detienen a calcular el tremendo nivel de contaminación que genera su uso de un simple ordenador, tablet, teléfono móvil o televisión a la carta. El mundo es hoy mejor que nunca, se mire por donde se mire. Pero proliferan quienes se empeñan en ver el apocalipsis a la vuelta de la esquina, antes de ayer en forma de calentamiento global, ayer en clave vírica y hoy en términos bélicos. Yo, qué quieres que te diga, prefiero ver el lado bueno de las cosas.