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Tuve que apagar el televisor para evitar el infarto. Y todo a causa de un debate, de las declaraciones de un supuesto intelectual y del noticiario que siguió a continuación. Una joven periodista no dejaba de poner por las nubes (al igual que los otros contertulios) al líder ucraniano Zelenski por su heroísmo y capacidad de movilizar a todo un pueblo para la lucha.

A continuación, se entrevistó a un catedrático universitario de ciencias políticas que, como los anteriores contertulios, siguió y prosiguió con los comentarios laudatorios de Zelenski, sobre todo por estar uniendo a su tierra, con lengua y cultura propia, decía, contra gentes agresivas de lengua y cultura diferentes, lenguas y culturas que son las que marcan el carácter nacional de un territorio. O sea, que se nos puso a predicar la profundísima verdad filosófica y políticamente incuestionable de que donde hay lengua y cultura, hay nación y que donde hay nación debe de haber estado.

Ante tal discurso me pregunté si alguna vez a este catedrático se le había pasado por la cabeza que de seguirse sus ideas nos veríamos abocados a crear más de tres mil estados en el mundo frente a los aproximadamente doscientos actuales a fin de hacer coincidir lenguas con estados, y a pesar de la indescriptible conflictividad que ello provocaría. Al formular sus ideas políticas sobre estas ‘patrias naturales’, pensé si este español supuestamente intelectual, e indisimuladamente nacionalista, era consciente de que sus argumentos en favor de patrias y resistencias marciales eran extensibles a todos los nacionalismos del mundo, incluidos, claro está, los de la propia Hispania actual, los que me imagino que él repudia. Presenciar cómo este hombre se expresaba de tal simple y peligrosísima manera no hizo más que incrementar mi tensión y desconcierto.

Me pregunté cómo gentes como él (un supuesto pensador) eran incapaces de razonar sobre la intrincada complejidad política del mundo o sobre la urgencia de fórmulas de convivencia pacífica y unida entre gentes con diferencias raciales, lingüísticas, culturales, religiosas o ideológicas, estas diferencias que existen y existirán siempre y que no deben jamás dar pie a posicionamientos radicales que desemboquen en conflictos dramáticos.

Después de tanta estúpida ilustración en debate y entrevista, empezó por fin el telediario. ¿Y cuál fue la primera imagen de este noticiario? Pues la de un padre a punto de partir al frente bélico y que se despedía de su mujer y de su hijo de unos cinco años, el cual, llorando desesperadamente, estaba tan agarrado al cuello del padre que no había manera de separarlo. O sea, que ahí teníamos el testimonio de los resultados dolorosos a los que abocan los comportamientos desvergonzados y criminales de los radicales de todos los tiempos, los que, desde la agresividad por un lado o posiciones numantinas por otro, no saben ni quieren ceder jamás un ápice en sus posicionamientos intocables, posicionamientos que, incluso, repudian la más mínima crítica.

Y fue entonces, sí, después de tanta constatación de estupidez, intolerancia y dramatismo derivativo, cuando ya no pude más. Tuve que cerrar el televisor. De lo contrario, como decía al principio, me pega el infarto.