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Un mes y cuatro días después del inicio de la invasión de Ucrania –o de la ‘operación especial’, en palabras del Kremlin– las miserias del Ejército ruso han quedado dramáticamente al descubierto. Ya ocurrió en 1994 en Grozni, la capital chechena, cuando los rusos fueron aniquilados en una ciudad que se convirtió en un gran sarcófago para ellos. Un desastre de dimensiones bíblicas. Los chechenos, al igual que los ucranianos ahora, hablaban ruso y conocían cada palmo de su terreno.

Dos ventajas considerables. Pero, sobre todo, contaban con una moral a prueba de bombas. En su caso nunca mejor dicho, porque el presidente Boris Yeltsin, impotente ante aquella resistencia numantina, decidió borrar de la faz de la tierra la ciudad mártir. Como Putin hace ahora con Mariúpol. Pero del desastre checheno han pasado ya 18 años y los rusos, estratégicamente hablando, parece que siguen en aquel limbo soviético. En tierra de nadie, en términos militares.

El problema de los regímenes totalitarios, como el de Mao Tse- Tung o Hitler, es que los sátrapas se rodean de aduladores, que sólo les susurran al oído lo que quieren escuchar. O que balbucean, incómodos, cuando Putin abronca en público al jefe de la KGB. En la Segunda Guerra Mundial a Stalin le pasaba lo mismo, pero había una diferencia sustancial: el dictador soviético tenía más margen para equivocarse porque los norteamericanos inundaban a su ejército con armas y pertrechos. Y si morían unos miles de hombres por un error de Zhukov o Konev se reponían rápidamente con reclutas siberianos y aquí no ha pasado nada. En Ucrania, empero, es al revés. Ahora los occidentales riegan a las tropas de Zelenski y Putin, en su delirio soviético, confunde Berlín 1945 con Kiev.