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Hace unos días, me di una vuelta por Castilla y León y, especialmente, por Burgos y sus obras de arte tanto civil como religioso. A cualquiera que haya sido atraído por la catedral de Palma le sugiero que no se pierda esta experiencia. A quienes se pregunten qué pinta esta cuestión en una columna dedicada a la actualidad política yo le diría que tiene todo el interés del mundo. Vemos estas maravillas arquitectónicas desde una perspectiva estética, pero para las gentes de a pie que pululaban en la Edad Media, carentes de casi todo, constructores de sus propios habitáculos, analfabetos y sin apenas instrumentos para hacer valer sus escasísimos derechos, lo único que podía aliviar sus desgracias en vida era acceder a un paraíso tras la muerte lleno de eternas comodidades.

Tragar semejante relato tiene sus dificultades y, por ello, las grandes catedrales de la época tuvieron como objetivo mostrar un ámbito con apariencia sobrehumana o, dicho de otra manera, las catedrales tenían como objeto hacer más creíble a un dios todopoderoso. En realidad, este asunto viene de mucho más lejos porque a los que detentan el poder de las armas siempre les ha gustado estar refrendados por el poder de los espíritus.

Aún hoy en día, hay países en los que el poder religioso está confundido con el poder político. En todo caso, a quienes no hayan visto la catedral de Burgos les aconsejo que lo hagan y ante cualquier escrúpulo que lleven un papelito en el bolsillo que diga «Liberté, égalité, fraternité».