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El otro día entré en un teatro vacío. Era a media mañana, en Barcelona, cuando nos abrieron las puertas del emblemático teatro Coliseo para grabar una entrevista. Al cruzar la puerta a plena luz del sol, pensé que las funciones teatrales son más interesantes de noche. Cuando las sombras lo inundan todo, el público llena la platea y se encienden los focos. Se alza el telón y comienza la magia del espectáculo. Pensé también que los teatros, como espacio físico y cómo habitáculo de la representación, son maravillosos.

Siempre he sido una apasionada del teatro. Lo heredé de mis abuelos y mis padres. Lo he transmitido a mi hija. Los actores que dan vida a personajes imaginados por un autor, que llenan el escenario de vidas, ejercen una fascinación irremediable en el público que les contempla. Para que un espectáculo teatral funcione tienen que coordinarse un espacio, unos actores, una historia que explicar, y un público dispuesto a contemplarla. Sin actores no hay función. Tampoco existe espectáculo completo sin espectadores.

En aquel teatro vacío, sin embargo, me pareció que el espacio tenía vida propia. Es bello un teatro en silencio, con las butacas sin ocupar y el telón bajado. Es magnífico sentir cómo resuenan tus pasos por la gradería. Impone la visión de los asientos quietos, imperturbables, donde tantas personas han vivido emociones intensas. Al entrar en platea, sentí por un momento la presencia invisible de todas las historias allí representadas. Pude intuir la risa, el llanto, el estremecimiento y la sorpresa. Estoy segura de que las emociones impregnan los espacios. Por eso me gustan los teatros, me encantan las iglesias, donde se respira la espiritualidad de las plegarias que muchos pronunciaron entre sus muros.

Me encantan los bares musicales donde las parejas se hablan al oído, los restaurantes que invitan a largas comidas llenas de confidencias, los mercados que nos llevan al regateo, las aulas con pupitres y una pizarra, las casas con historia. Los espacios son grandes protagonistas en el juego de la vida. Aquellos que nos sirven de refugio o los que pueden resultar hostiles. Los lugares que tienen un carácter propio, y que viven a la espera de quienes los habitan.