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Ocurre en ocasiones con los conflictos políticos como con los desarreglos que llegamos a sentir en el organismo propio, que, a fuerza de hacerse habituales, les bajamos de rango. Y no hablemos de semejante degradación, cuando el conflicto se hace crónico. En uno y otro caso. Hace tantos años, 46, que oímos hablar de las difíciles condiciones de vida que se dan en los campamentos de Tinduf, que casi podríamos hablar de una miseria compartida. Tinduf, a unos 1.700 kilómetros al sur de Argel, es un lugar inhóspito, en donde en verano se alcanzan temperaturas de 60 grados. Y ahí, en esa caldera malvive una de las poblaciones de refugiados más antiguas del mundo, los saharauis.

Según cálculos de Naciones Unidas, unas 173.000 personas viven en los campos de refugiados saharauis en Argelia. Nada les resulta fácil. Dependen casi totalmente de la ayuda humanitaria. Tienen que conformarse con un dieta básica que de una u otra forma incide en la tasa de desnutrición infantil. En tales circunstancias, la realidad se confunde con la leyenda. En la cultura de los nómadas del Sáhara, circula una maldición beduina, «que Alá te condene a vivir en la hamada», dicen. Es la hamada un lugar pedregoso, una meseta, en donde el desierto se ha convertido ya en un erial. Prácticamente, la antesala del infierno.

Pues en ese horror han nacido ya tres generaciones de saharauis, sin esperanzas, sin futuro. Y, por añadidura, periódicamente sometidos a los caprichos políticos de algún occidental ambicioso, llámese Sánchez o de un monarca desorientado. Pero qué más da, al mundo le duelen otros males.