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Las últimas dos semanas muestran la sublimación del sanchismo, doctrina unipersonal e intransferible de nuestro presidente. A Pedro Sánchez, tras haber mentido hasta al lucero del alba, únicamente le faltaba engañar a sus propios compañeros de filas y podemos afirmar que lo ha logrado a lo grande con el giro copernicano de la posición de nuestro país en el asunto de la excolonia del Sáhara español.
El 13 de abril de 1655, ante el Parlement de París, un joven Luis XIV afirmaba sin rubor alguno: «L’État, c’est moi», sentencia que desde entonces va ligada a la monarquía que llamamos absoluta y que la define como tal. El sanchismo va mucho más allá. Pedro Sánchez no es solo el Estado, sino también el pueblo, porque él no se ve como monarca absoluto, sino como la culminación de la democracia parlamentaria. Luego, lo que piense o diga el madrileño debe ser automáticamente identificado con lo que la mayoría de los ciudadanos pensamos.

Nadie en el PSOE había siquiera imaginado que la salida a nuestros problemas de vecindad con Marruecos pasara por el reconocimiento de su soberanía sobre el Sáhara a cambio del compromiso del régimen alauita –inexistente, por otra parte– para el otorgamiento de un estatuto de autonomía a dicho territorio. Por lo visto, tampoco lo sabían en la Asamblea General de la ONU, de manera que podemos concluir que Sánchez no solo es el Estado y el pueblo español, sino que encarna también la Organización de las Naciones Unidas.

El planeta le viene pequeño a nuestro presidente.

Pese a la omnipotencia de la que hace gala el madrileño, lo cierto es que, como Maduro, Pedro tiene un pajarito que le dicta las instrucciones desde el más allá. En el caso del sátrapa venezolano, es el comandante Chávez el que se transustancia en ave paseriforme parlanchina, y en el de Sánchez, es nada menos que José Luis Rodríguez Zapatero el que, desde el más allá político, hace y deshace a su antojo en materia de política exterior y susurra al oído del presidente lo que pensamos todos los españoles, aun cuando guardemos celosamente nuestra opinión.

El genio de la Alianza de Civilizaciones, nuestro más sólido eslabón con la América bolivariana, es la mano que mece la cuna de esta abierta traición al programa electoral del partido socialista. Ni imaginarme puedo lo que hubiera sucedido si Mariano Rajoy o José María Aznar hubieran hecho lo propio, algo impensable pese a que las querencias y lazos con el Frente Polisario sean patrimonio de la izquierda.

Resulta absolutamente indiferente que la propuesta sanchista sea más realista que seguir esperando un referéndum de autodeterminación sobre la base del censo español del año 1974. Quienes nacieron ese año pronto cumplirán los cincuenta, de manera que dicho censo es hoy absolutamente inútil.
España abandonó cobardemente el Sáhara para no comprometer la imagen de su futuro monarca mientras el dictador agonizaba. Hasán II jamás hubiera tenido el valor de organizar la Marcha Verde con Francisco Franco en plenitud de sus facultades mentales. Pero la bajada de pantalones hispana se acompañó del desamparo más absoluto a una población que merecía mucho más de la potencia administradora. Desde entonces, tratamos de lavar nuestra culpa con acciones solidarias que encubren nuestra irrelevancia internacional.