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A ocho meses de terminada la Primera Guerra Mundial, en marzo de 1918 otro desgraciado acontecimiento golpeó al mundo: la epidemia de gripe, mal llamada española. Actualmente, antes de acabar con la pandemia del coronavirus otra muy mala noticia: la invasión de Ucrania por parte de Rusia, que ha provocado la guerra entre esos dos países. La sabiduría popular no ha fallado en la enseñanza de que las desgracias nunca vienen solas. Y no solo eso, sino que se multiplican, expanden y correlativamente la vida pierde valor donde caen las bombas. Aunque su coste aumenta para todos. Concurre también el bombardeo metafórico de la inflación. Con mayor erosión para los más débiles, como es de ley natural. Esperemos que esa guerra no imite en su expansión a la vírica. Sería de incalculables consecuencias.

Hay tiempos realmente malditos. El historiador Geoffrey Parker, al siglo XVII lo califica de maldito. Pues fue, como reseña, un periodo atravesado por una convulsión universal, con innumerables guerras. Bastaría decir que en Europa solo hubo tres años de paz. Con lo que eso implica. Los historiadores han llamado a esta época la Crisis General. Y para completar el negro panorama podemos resaltar que durante cincuenta años de dicho siglo (1640-1690) tuvo lugar un importante cambio climático; un enfriamiento tal que los climatólogos lo llaman la pequeña edad de hielo.
Todo ello acarreó la pérdida de cosechas, hambrunas, muertes de hambre y de frío. No solo en Europa. La crisis fue mundial. La sequía seguida de inundaciones provocó la muerte a millones de personas. En Japón tuvo lugar la rebelión de los campesinos mayor de su historia, con medio millón de muertos. Fueron fatalidades que provocaron una catástrofe demográfica, social, económica y política, entonces sin precedentes.

Nuestros tiempos malditos sí tienen, pues, precedentes; razón por la cual debieran darse mejores soluciones. No puede ser que los ciudadanos debamos redoblar los esfuerzos, incluso bajar unos grados la calefacción; pasar un poco de frío; como sugirió desde el confortable Parlamento europeo Josep Borrell, cuando según un reciente informe del Instituto de Estudios Económicos, nuestro Estado tiene un gasto superfluo de entre 50 y 60 mil millones de euros anuales. Y sin ningún propósito de enmienda. Son tiempos malditos estos que vivimos.