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Tan cierto es que la situación de los transportistas es angustiosa por el desquiciamiento del precio del combustible, como que el paro patronal que también está desquiciando la economía del país y la vida ordinaria está siendo usado políticamente, acaso desde su misma génesis, contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Y tan cierto es que éste parece alimentar con su pasmosa pasividad la creciente ola de disgusto dirigida contra él, como que el envite de aquellos ha tomado desde el inicio de su huelga la magnitud de un órdago difícilmente aceptable ahora.

El paro en torno a la plataforma que desde hace diez días priva a los ciudadanos y a las empresas de los abastecimiento esenciales es, en todo caso, algo más que un paro: es un paro que obliga a parar a cuantos, tan afectados por el atraco del precio del gasoil y por el de la electricidad y por el del gas como los camioneros en huelga, optan por otras formas de reivindicación menos lesivas para la sociedad.

Los pescadores, que tienen la mayor parte de la flota amarrada, no están en la práctica intimidatoria y obstaculizadora del actual paro camionero. La responsabilidad del Gobierno en lo que pasa es mucha, pues no lo resuelve ni, de momento, parece intentarlo adecuadamente, pero no toda. Suponía el Ejecutivo que el acuerdo cerrado con las grandes organizaciones del sector iba a darle la tregua y el respiro que necesitaba hasta que fraguara el plan comunitario contra demencial carestía, pero la patronal disidente ha creído mejor sintonizar con el malestar social derivado de los estragos de la COVID-19, del precio de la energía y de las consecuencias de la guerra para acrecentarlo con su acción y embestir con él al Gobierno, pero a lo que embiste es a la libre circulación de mercancías y personas y al derecho de proveerse de las subsistencias necesarias. El ominoso paro de 1972 en Chile hizo tambalearse al Gobierno de Allende, de modo que no es la primera vez que una huelga del transporte se usa con objetivos más allá del logro de justas reivindicaciones.