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Ha corrido ya tanta tinta sobre la guerra ruso-ucraniana que cualquier nuevo artículo al respecto empieza a ser superfluo. La guerra ocupa las portadas de diarios y noticieros, inunda las redes sociales y es carne fresca de tertulias, cenáculos y opinadores, donde todos parecen haberse convertidos en conocedores profundos de la geografía ucraniana y en finos estrategas militares. Lo de siempre.
Sin duda, el conflicto es grave, nos afecta de manera directa y merece toda nuestra atención.

De hecho, el temor a que se salga del marco ruso-ucraniano desata un miedo que, como un nuevo fantasma, recorre Europa. Tenemos la guerra a las puertas de casa, y el acento tónico lo ponemos en la crisis humanitaria que está generando. La sensibilidad ante los refugiados llena las carreteras que conducen a Polonia.

Lástima que tanta sensibilidad sea tan dirigida como selectiva y etnocéntrica. En estos momentos, hay conflicto bélicos en el planeta con repercusiones humanitarias mucho más sangrantes y de los apenas se habla: la guerra de Etiopía, que empezó hace dieciséis meses; la del Yemen, que lleva casi 400.000 muertos; la de Myanmar, la antigua Birmania, con 14 millones de personas que necesitan asistencia humanitaria; la de Siria, con 11 millones de refugiados; la de Afganistán, tan sensibles que nos mostrábamos sobre la situación de la mujer con la vuelta talibana; la de Palestina, para la que no hay palabras. Y con todo este panorama de conflictos, desplazamientos poblacionales, muertes y hambrunas, uno se sigue preguntando para qué nos sirve la ONU.