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La entrada de Vox en el Gobierno de Castilla y León es todo un revulsivo político. Y no por las maldades que le atribuyen quienes con su calificación de ultraderechista se ahorran el análisis de sus tesis y programas. Esos son los mismos a quienes parece bien que gobierne en España un partido antisistema, como Unidas Podemos o que La Moncloa se apoye en radicales secesionistas o simpatizantes de un terrorismo que jamás condenaron.

Digo que es un revulsivo porque pasa de estar extramuros de las instituciones a entrar en ellas. Es decir, pasa de hablar sin necesidad de cumplir sus asertos a tener que dar cuenta de su acción institucional. Todo un reto. Es, pues, la hora de Vox, para bien y para mal; para sacar rédito de sus programas y también para exponerse al desgaste de gobernar y no como hasta ahora, en que disparaba sólo balas de fogueo (y lo digo como metáfora, no vayan a creerse otra cosa).

Por eso, la entrada de Vox en el Gobierno regional puede beneficiarle o perjudicarle, según vaya el rumbo de la Junta. Lo que es seguro es que le da tranquilidad a Fernández Mañueco, pues su acuerdo no traspasa ninguna línea constitucional, le otorga la mayoría aritmética necesaria y tiene en él un socio presumiblemente fiel, ya que es imposible que el partido de Abascal pacte con nadie a espaldas de sus compañeros de viaje. Esas ventajas son un anticipo de lo que puede pasar en otras comunidades autónomas y también a nivel nacional, porque le guste o no al Partido Popular, la única alternativa por desbancar a Sánchez es pactar con quienes están a su derecha. El resto del espacio político para él es un erial, a falta de una mayoría electoral más que improbable, tal como van las cosas.