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Nunca me prometí no volver, pero durante años se me hizo tan difícil visitar Uruguay, mi país, que tardé en regresar. Tenía miedo a revivir los recuerdos de sufrimiento, pobreza y falta de futuro que me habían asolado en mis últimos viajes. Sin embargo, mis buenos amigos insistieron tanto que este año retorné. Y ahora, creo que por primera vez en medio siglo, he visto que el país progresa. Tal vez podría ir más de prisa, quizás se siguen cometiendo errores, pero la dirección me parece correcta. Lo dicen las estadísticas y lo corrobora mi experiencia: casi no hay paro, el campo está cultivado hasta los arcenes de las carreteras, los puertos están a rebosar, no vi ni un niño mendigando aunque debe haberlos, los concesionarios de coches tienen listas de espera, los salarios son los más altos de Latinoamérica, los restaurantes están llenos y pocos no pasan una semana de vacaciones en la playa. En una región que va a bandazos, Uruguay es hoy una estimulante excepción.

Este milagro, del que los medios de comunicación no hablamos porque las noticias buenas no venden, es fruto de un consenso básico de la derecha y la izquierda en unas pocas cuestiones: apoyo a la democracia, gobierno centralizado y austero, control de la corrupción, respaldo al sistema capitalista y de libre empresa y políticas sociales responsables. A partir de ahí, todo son discrepancias, pero este núcleo de consenso se mantiene desde hace ya treinta años. Los fundamentos económicos del derechista Atchugarry hace veinticinco años, los del izquierdista Astori durante los quince años siguientes, y los de Arbeleche, la conservadora encargada de la economía en este mandato, garantizan continuidad y estabilidad, clave para las inversiones.

Uruguay sigue poderosamente influido por su vecino, Argentina. Sin embargo, mientras antes esto servía para copiar acríticamente cada una de sus decisiones, hoy se hace exactamente lo opuesto, lo cual es garantía de éxito, dado el disparate en que ha degenerado el peronismo. Hay un incidente reciente que ha marcado esta relación: el grupo finlandés Botnia, hoy UPM, quiso hacer una papelera en Argentina, donde la corrupción siempre fue desmesurada. Por este motivo, indignado, Botnia cruzó el río y se instaló en Uruguay. En respuesta, Argentina bloqueó las fronteras durante meses y meses en un acto vil que acabó cuando el tribunal de La Haya dio la razón al Gobierno de Montevideo. Tras ello vendrían más macroinversiones, sobre todo suecas y finlandesas, a las que se sumaría un rosario de empresarios argentinos, también hartos de las políticas disparatadas de su país. Este profundo cambio de rumbo en Uruguay tiene muchos protagonistas admirables como Julio María Sanguinetti, Jorge Batlle, Tabaré Vázquez o el actual presidente, Luis Lacalle Pou, descendiente de valldemossins, pero yo creo que José Mujica se merece un capítulo aparte. ‘El Viejo’ fue uno de los líderes tupamaros que desataron una sangrienta guerrilla contra la democracia uruguaya, tras lo cual se precipitó una brutal dictadura militar. Mujica fue detenido, juzgado, condenado y pasó doce años en prisión. Ya se imaginan los principios ideológicos bajo los que Mujica esgrimió las armas y apretó el gatillo. Sin embargo, en su retorno, primero como parlamentario y ministro y después como presidente, defendió políticas muy sensatas, al menos en los puntos críticos para el país. Exactamente lo contrario de lo que cabría esperar. Para mí es especialmente remarcable que hubiera mantenido un sistema económico abierto al mundo, que huyera de la demagogia populista que espanta al inversor, que respaldara a quienes defienden la cultura del esfuerzo y del trabajo y, muy recientemente, que haya calificado públicamente tanto a Nicolás Maduro como a Daniel Ortega de dictadores, por más que una buena parte de quienes le respaldan salten de sus asientos al escucharlo.

Para un europeo, la tremenda austeridad de su vida es sorprendente: vive en una humilde casa de la periferia montivedeana, hace la compra en su modesto Volkswagen escarabajo de los años setenta, y viste como los vecinos de su barrio. Pese a los avances, Uruguay aún tiene dos grandes retos pendientes: por un lado, su sistema educativo, que se ha degradado vertiginosamente a consecuencia de los mismos males que conocemos en España y Europa; por otro, la delincuencia, que ha crecido de forma notable. En estos dos asuntos la izquierda ha fracasado por su rigidez ideológica. Probablemente por eso ha tenido que pasar ahora a la oposición, lo cual es sano para el país e, incluso, para el futuro de la propia izquierda.