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iTene su lógica el que a un rey le cueste dar explicaciones, si hablamos de explicaciones aceptables. Simple falta de práctica. Durante siglos por la razón de que jamás se les exigió darlas, y luego, cuando los súbditos se volvieron ‘preguntones’, en una primera etapa el monarca echaba mano de la espada y la cruz siempre próximas al trono, y ya más adelante el poder real dispone de tanta cobertura institucional que queda blindado ante la mayoría de exigencias. En el caso del rey Juan Carlos confluyen algunas circunstancias que avalarían su escaso interés a la hora de justificarse. La más principal, esa especie de glorificación de su figura, que tras hacer de él, dócil heredero de la dictadura franquista, le llevó a convertirse en casi responsable máximo –como si el peso de la sociedad no contara– de inaugurar el camino hacia la democracia. El cantar heroico de la noche del 23-F consagró para el grueso de la historia al rey salador.

Pero Juan Carlos, sabedor de la inviolabilidad que concede la Constitución a cualquier acto del rey, llevó la situación al extremo al incluir cualquier desmán que podría cometer como mero ciudadano. ¿Quién esperaría reales explicaciones? Así, regalos bajo mano, donaciones nunca declaradas, o sospechosas creaciones de fondos millonarios, llegaron a conformar algo parecido al plan B de la economía de Juan Carlos. Reconocidas ante la Fiscalía deudas ya regularizadas –y por tanto reveladoras de delito previo– veloces prescripciones, y comportamiento un tanto contemporizador a la hora de profundizar más en las investigaciones, han redundado en un buen final para un rey al que ahora le piden explicaciones. ¿Algo tarde, no?