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Apesar de que he dedicado tiempo de lectura a imaginar cómo es un día cualquiera de guerra para alguien que vive en retaguardia, la verdad es que me cuesta horrores hacerme a la idea. Seguir con lo cotidiano rodeado de alguna forma por lo excepcional, algo raro, incluso ahora que durante dos años hemos estado sometidos a una especie de entrenamiento blando con sus restricciones, prohibiciones y nulas explicaciones sensatas. Es todo muy distinto si te mandan al frente ya que allí el objetivo es evidente, eres carne de cañón que convenientemente ‘tratada’ llega a soñar con la gloria romántica.

Pero un día de guerra, en el que los prójimos se están matando y tú como si nada pasase, a seguir tu camino, presumiblemente con el culo algo más apretado que de costumbre. Estés en edad escolar, en la vejez, o que alguna limitación aconseje que no tomes las armas, tú vivirás tu día de guerra, y es posible que te felicites por tu suerte. Rodeado de malas noticias, de la muerte de familiares y amigos, dejando que las ganas de comer sean casi siempre superiores al hambre, sigues adelante y te haces lo suficientemente fuerte como para soportar que un imbécil te venga con las típicas monsergas, patriotismo, lealtad, y más. Y en el fondo, no puedes dejar de pensar que lo de ir a la guerra puede parecerse a lo de ir a la cárcel: siempre sales de ella más malo de lo que lo eras al entrar.

Pero bueno, qué estoy haciendo, se me ocurre divagar acerca de todo esto mientras en Ucrania se combate en una guerra justa, el «para quién» se sabe después, cuando acaba. Mientras tanto, hay que vivir tranquilamente, sin esperar una fama que siempre será para otros pero sufriendo la exaltación del momento. Quizás esta es la idea.