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La semana no ha podido dar más de sí, entre la algarabía bélica de Ucrania y el carnaval que ha montado Casado en el PP, que por poco acaba con el inefable líder –ya se le llama líder a cualquier cosa– haciéndose el seppuku en la plaza de Colón. Árboles ambos de tanto follaje, que hasta los partes diarios sobre la evolución de la pandemia se nos marcharon al limbo. Por no hablar de tragedia afgana o el volcán canario, carne ya de las hemerotecas.

Casado supuso –y aquí cabe el pretérito anterior porque aunque se mantenga en la dirección hasta el congreso extraordinario es ya un cadáver político–, la entrada de lo cursi en la política nacional, entendiendo al cursi a la manera umbraliana, esto es, al mediocre que se cree sublime. No es que no lo fuera también su preceptor Aznar, pero mientras que en este prevalecía un mesianismo con más de un punto delirante, en Casado predominaba el cinismo, que es el arma preferida de los que carecen de argumentos y, por supuesto, de ideas.

La contribución de Casado a la política nacional no ha sido poca. Llevó a su partido a sus cotas electorales más bajas y a mamar de la misma teta que su hermano de leche, Vox; y ahí están ahora, en el precipicio, buscando con un candil a quien pueda llevar la bandera de moderado y honesto con algo de credibilidad. Y usó la mentira, el descaro y la zafiedad como argumentario y marca de la casa, arrastrando al parlamentarismo por lodos nunca vistos desde la Transición. Fue, en sí mismo, un manual sobre el arte de la imprudencia. Que en paz descanse.