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Si uno camina por las calles céntricas de cualquier ciudad importante de Alemania o de Holanda verá que al menos uno de cada tres escaparates tiene pegados carteles pidiendo trabajadores para esos comercios. En cambio, si se contemplan las calles de cualquier núcleo urbano secundario de Portugal, de la España vacía, del sur de Italia o de Grecia, se verán barreras bajadas y carteles de ‘Se vende’ o ‘Se alquila’. Obviamente, en estas regiones del sur europeo, como consecuencia del declive económico, los jóvenes huyen en busca de oportunidades, para lo cual ahora en España cuentan con la ventaja del tren de alta velocidad, que les permite escapar más de prisa.

Para quienes buscan desigualdades para exhibir en las pancartas que acompañan sus protestas profesionales, aquí tienen un caso clamoroso: mientras en unos lugares de la misma Europa la economía va viento en popa, en otros asistimos impotentes a la muerte de pueblos y regiones, por inanición económica. Los europeos somos iguales, pero me temo que no todos: unos tienen derecho a nacer y vivir en su tierra, mientras que otros, si quieren desarrollar su potencialidad personal, han de emigrar. En la Europa demagógica, de los dobles lenguajes y de los slogans para Twitter, esta realidad no impide que desde sus instituciones se predique la cohesión, la solidaridad y el hermanamiento entre los pueblos. Aunque, para nuestros jóvenes, la única salida sigue siendo o el subempleo o marcharse a donde existe futuro.

¿Por qué esta distancia gigantesca entre el norte y el sur de Europa? Si usted se pone en la frontera con Francia, da igual que sea La Junquera o Behovia, prácticamente la totalidad de los camiones que van al norte llevan frutas y verduras mientras que los que entran en nuestro país mayoritariamente traen productos manufacturados. Les mandamos lo barato, en general producido por empresas españolas pero con mano de obra inmigrante, y nos venden lo caro, lo que tiene valor añadido, lo que emplea su tecnología puntera. Ocurrió siempre, pero nuestra integración en Europa, de la que ya han pasado más de treinta y cinco años, no sirvió para cambiar esta situación. Este desequilibrio tiene su contraparte financiera: los flujos monetarios desde el sur son voluminosos, de acuerdo con el valor de la mercancía que han de financiar, mientras que los que llegan a nuestros países son bajos, según lo que el mercado paga por los productos agrícolas. Este trasvase de fondos se estudió con detalle cuando la crisis griega del 2008: su sistema financiero se iba quedando sin recursos porque el país compraba casi todo en el norte, al tiempo que sus ventas no lograban alcanzar, ni de lejos, esos volúmenes. En menor medida, esto es lo que sucede con el resto de la Europa mediterránea, incluida España.

El sur antes tenía una herramienta fabulosa para poder atenuar este impacto: disponía del poder para hacer política cambiaria y monetaria, de manera que devaluábamos y recuperábamos competitividad. Ahora, no; ahora el Banco Central Europeo diseña su política en función de los intereses medios europeos que, debido a su enorme peso económico, coinciden con los alemanes; lo cual convierte en crónica la infra financiación del sur, que se traduce en menos inversión y nos deja sin empleo, consecuencia inevitable de lo anterior.

Aunque a menor escala, algo comparable podría suceder dentro de cada país porque las regiones tienen diferentes dinámicas productivas. Sin embargo, los estados nación disponen de un mecanismo automático de compensación de esos desequilibrios: la política fiscal. En España, Cataluña, Madrid, Baleares y el País Vasco –en este caso, en teoría– pagan más impuestos porque sus ciudadanos son más ricos y así financian el reequilibrio del sur. El mecanismo es sencillo: estas regiones reciben menos porque acuden menos al paro, a las becas, a las ayudas en general, y, por el contrario, las rentas de sus ciudadanos se corresponden con escalas más altas de las bandas fiscales, lo que automáticamente se traduce en un flujo financiero reequilibrador del país.

Esto es lo que debería ocurrir en Europa: los impuestos deberían ser únicos, de forma que se genere un flujo financiero del norte al sur, para paliar el tremendo efecto de la diferencia de productividad. Pero esto en Europa no se contempla, por dos motivos: el primero, comprensible, porque los países ricos miran para otro lado, interesados en no hacerse cargo de la baja productividad sureña mientras nos venden de todo casi en régimen de monopolio, porque el arancel exterior nos impide comprar fuera de Europa; el segundo, inexplicable, la tremenda incapacidad reivindicativa del sur, cuyos dirigentes admiten que se unifiquen las políticas monetarias pero no las fiscales.

Pruebe a cambiar la palabra ‘norte’ de este artículo por Estados Unidos y ‘sur’ por repúblicas bananeras del Caribe y verá cómo las dos potencias se comportan igual con sus patios traseros. Tanto allí como aquí, la emigración es la única salida. Con un discurso más integrador aquí y con más descaro allí, el resultado es el mismo. Estas cuestiones se ventilaron mucho más en los debates sobre el ‘Brexit’ que en nuestra política local. Los valientes españoles que lo quieren cambiar todo no llegan siquiera a ver que esta Europa está profundamente desequilibrada, cuyo sur es el cliente del norte pero el norte no es la fuente de financiación del sur, para apoyar el reequilibrio, para reducir las desigualdades. Porque, evidentemente, no todas las desigualdades importan.