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La revolución de Portugal, y las veleidades izquierdistas que sucedieron, estuvieron muy presentes cuando se inició la Transición. En los meses posteriores a la muerte de Franco, a velocidad de vértigo se esbozaron varios proyectos de futuro político hasta que triunfó el estado autonómico, inspirado principalmente en el modelo italiano, al tiempo que se miraba el sistema de partidos de las principales democracias liberales. Adolfo Suárez, el presidente de la Transición aprobó una ley electoral con la que se aseguraba no perder el control en las primeras elecciones democráticas, unos meses más tarde, y situar su recién creado Unión de Centro Democrático en el centro político. Para ello, la Ley establecía a la provincia como circunscripción electoral y con un número mínimo igual de diputados con lo que, al haber más provincias en las regiones interiores y en aquellos años de subdesarrollo con un sesgo conservador, se aseguraba el voto a su opción electoral que representaba el cambio político pautado, con la garantía personal de su liderazgo indiscutido y sin riesgo de aventurismos a la portuguesa.

Pero el destino depararía el sabotaje interno de la Unión de Centro Democrático ocurrido en el congreso de Palma, en febrero de 1981, cuando el sector crítico, los que luego se unirían mayoritariamente en coalición con Alianza Popular, obtuvo el 40 por ciento de los votos para el comité político. En las elecciones posteriores de 1982, ocurrido el asalto al Congreso de Tejero, la gran derecha económica optó por nuclearse políticamente alrededor de Alianza Popular mediante el Partido Demócrata Popular, escindido de UCD, que en coalición electoral con la formación de Fraga conseguiría 107 diputados (AP había conseguido 10 en las elecciones anteriores de 1979). Desde entonces fue Alianza Popular, el partido refugio de los políticos franquistas que abrazaron el nuevo sistema democrático, quien el espacio del centro derecha actuando de núcleo duro de la nueva coalición, que en 1989 se transformó en el Partido Popular.

Manuel Fraga tragó con la España autonómica porque la Constitución, con gran ambigüedad, podía reinterpretarse de modo restrictivo si fuera necesario y porque consagraba a las provincias y las diputaciones como contrapoder al nuevo planteamiento autonómico. Sin obviar el papel preponderante que se otorga a las fuerzas armadas por si estuviera en peligro la nación española. ¿Según el parecer de quién? Posiblemente del Rey. Ni en sus mejores momentos estelares de las mayorías absolutas de Aznar y Rajoy, la derecha había conseguido tanta cuota de poder como ahora. Nunca antes los del PP, derecha extrema comparado con sus socios en las democracias liberales europeas, y los ultra de Vox, han alcanzado tanta cuota de poder en las instituciones políticas por mor de una ley electoral favorable y por la ley de partidos que beneficia las jerarquías verticales y la inmovilidad ideológica.

Estamos asistiendo ahora a la enésima crisis del Partido Popular. Y aunque las luchas intestinas son comunes en todos los partidos no todos tienen del poder el mismo concepto patrimonial que el Partido Popular. Y en eso la ley de partidos tiene su cuota de responsabilidad al facilitar las jerarquías clientelares. El sistema, la calidad democrática depende tanto de la Constitución como de las leyes que regulan la representatividad política y el funcionamiento de los partidos. Unas y otras son determinantes para explicar la actividad de los políticos y la pax sociológica.

Si la ley electoral estableciera las listas desbloqueadas, con preferencia de elección de candidatos, y si la ley de partidos obligara a que se reconocieran corrientes internas, y que estas tuviera que estar presentes en las candidaturas al Congreso, se rompería la extrema jerarquía con que funcionan los partidos y se moderaría el clientelismo que, en definitiva, son los mayores riesgos de inestabilidad.