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El presente nos obliga a auténticos maratones sentimentales. Todo parece información del corazón en formato reality, lleno de gente que ahora siente esto, ahora siente lo otro y ahora no siente nada, qué desastre. Nuestros dirigentes políticos tampoco se cortan a la hora de expresar sus emociones, bastante tumultuosas, y las páginas económicas de la prensa son un melodrama sentimental parecido a las de sucesos. Qué folletín. No es raro que al acabar el día tengamos agujetas emocionales, por exceso de ácido láctico emotivo. Ni siquiera en tiempos medievales, con sus gallardetes al viento, sus caballeros andantes, sus romances y cantares de gesta, sus vistosos torneos, sus juicios de Dios y sus damas cubiertas de brocados, había tal emotividad en el mundo.

Y eso que entonces hasta las gualdrapas de los caballos eran muy emotivas, igual que las catedrales, y suscitaban sentimientos grandiosos. Pero como no existía libertad de expresión, la mayoría se los tenía que guardar, mientras que ahora todo quisque los lleva por bandera, y tanto los políticos como los medios, incluidos digitales, en uso de su libertad de impactar y conmover a la audiencia, expanden una lujuria emotiva muy tóxica que no hay quién se salte. La lujuria engendra una audacia sin límites, dice un proverbio medieval chino, y en efecto, asombra la intrepidez sentimental de nuestros políticos y comentaristas, más emotivos que la retransmisión de un partido de fútbol.

Sólo auténticos atletas emocionales pueden aguantar el alto ritmo sentimental de la actualidad. Y recuerden que el miedo también es una emoción. La más antigua, la más poderosa, la más rentable. Hasta los partes meteorológicos, con nubosidad variable y vientos flojos, son tan emotivos y sensacionalistas como teleseries de misterio. Y como la libertad de expresión no parece incluir libertad de matización, sino sólo de conmoción, el sentimentalismo ambiental nos llega hasta al cuello. Toda la política es emotiva; la geopolítica más. La realidad es una sopa sentimental; la ficción también. Viscosas. El bien y el mal son cuestión de emociones. Normal que tras una jornada chapoteando en esa sopa informativa, tengamos agujetas emocionales.