TW
0

Gérard de Nerval escribió en 1832, tal vez en la prisión, el epitafio para un poeta del que no da el nombre, el epitafio figura en un poema que le dedicó. Como referencia casi única, este verso referido al yacente: «Era holgazán. Quiso saberlo todo, mas nada conoció». El poema concluye así: «Una noche de invierno / su alma emprendió la huida / se alejó preguntando: / ¿para qué habré venido?». Si el último interrogante es el epitafio, muchas fotocopias se podrían hacer, y distribuirlas luego a las personas que, al morir, serían merecedoras de tenerlo inscrito en su lápida sepulcral.

La muerte no es broma. Menos broma es la vida no vivida, ni resuelta ni exprimida, la vida indolente del holgazán; la vida que se agota sin haber tenido un por qué y por eso fenece sin haber alcanzado sentido. La antípoda del pletórico epitafio de Neruda –«Confieso que he vivido»– es el epitafio mustio redactado por Nerval –«¿Para qué habré venido?»–.

El primero vivió, el otro vegetó. Cada uno va mereciendo su memoria, según al morir deje un huerto o un erial. (¿Quién fue ese hombre cuyo recuerdo, corpore insepulto, mereció en una misma semana el lleno máximo de dos catedrales? Fue quien, al morir, dejó plantado en muchas almas un frondoso jardín).