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Cuando muere un escritor, los libros se estremecen. Sus criaturas literarias, hijas de la ficción, lamentan la pérdida de quien les creó. Una creación que fue larga como un parto, con momentos de emoción intensa, de alegría y también de dolor. Seguramente porque lo bello nace del goce y del sufrimiento. Cuando muere un escritor, se apenan sus lectores. Aquellas personas que quizás no conocían a la que se ha marchado, pero que amaron sus palabras, porque hallaron otros mundos en ellas, que les sirvieron de consuelo o les acompañaron, porque les permitieron soñar. Nos dejó María Antonia Oliver. Murió en Mallorca, donde nació, seguramente con el corazón dividido entre la Isla y su otra ciudad, Barcelona, aquella que le permitió aprender a volar, sentirse más libre, y que compartió con su pareja, Jaume Fuster, el escritor que nos dejó demasiado pronto, cuando apenas tenía cincuenta y un años.

María Antonia Oliver y Jaume Fuster vivieron una época de recuperación y supervivencia literaria. Ambos pertenecían a la llamada generación de los 70, un grupo de hombres y mujeres que apostaron por la escritura como forma de recuperar la cultura propia tras la dura posguerra en que les tocó nacer. Fueron una pareja enamorada y valiente, capaces de asumir el riesgo de querer ser profesionales de la escritura. Decidir vivir de los libros era arriesgado, pero suponía a su vez toda una declaración de principios.

María Antonia Oliver se adentró en la reconstrucción del género negro en lengua catalana e inventó a nuestra primera mujer detective, Lonia Guiu, curiosa, inquieta e independiente, como ella misma. Concibió la literatura como algo inseparable de la vida, porque vivir era crear, y la creación literaria significaba su vida.
Tras su muerte, los vecinos del pueblo de Biniali se reunieron en las calles del pueblo y leyeron textos suyos, toda una declaración de amor hacia quien amó las palabras. Eso es lo que podemos hacer para recordar a un escritor: no dejar que sus libros reposen nunca en paz.