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Hará tal vez un mes, en una fría mañana de sábado, salí a caminar por unos senderos periféricos cuando inesperadamente me encontré con un equipo de profesionales del graffiti. Me refiero a ‘equipo’ no por el número, porque apenas eran dos, sino por los medios empleados en la tarea, absolutamente profesionales. En contra de lo que mis prejuicios me llevaban a pensar, no se trataba de unos adolescentes sino de unos hombretones que tal vez rondaban los cuarenta años, ni esperaban la oscuridad de la noche para blandir sus herramientas. Disponían de tres o cuatro bolsas abiertas, cada una de las cuales portaba tal vez una docena de sprays, casi todos nuevos, listos para ser utilizados.

No hacía mucho que se habían puesto a la tarea porque aún estaban en los trabajos preparatorios, consistentes en pintar de un color grisáceo, casi blanco, los anteriores graffitti de la pared, tal vez propios, para después de esa capa, comenzar con la tarea verdaderamente creativa. Lo que a mí en la tienda de bricolaje me dijeron que se llama ‘imprimación’. Volví a pasar por ese lugar unos días después y, efectivamente, el trabajo culminó con el dibujo de un muñeco y, como siempre, con unas siglas multidimensionales que, imagino, se corresponden con las iniciales de los nombres y apellidos de los autores. Sólo les faltaba el número de teléfono.

Para mí, aquello es un horror: se parece a los garabatos que yo solía hacer en mis cuadernos de notas cuando iba a clase y la sesión era tan soporífera que necesitaba concentrarme en otra cosa para no delatar mi aburrimiento. Eso no es arte, aunque tengo que aceptar que todo esto es una cuestión subjetiva, de fronteras borrosas y discutibles. Todas las ciudades occidentales son hoy víctimas de esta plaga, pero Palma tiene el honor de estar desbordada de estos mamarrachos: primero se podían ver sólo en las periferias degradadas pero, ante la inoperancia pública, el cáncer se ha extendido al centro de la ciudad.

El Ayuntamiento llama ahora ‘vandalismo’ a estos mismos graffiti que en otro momento consideraba ‘arte urbano’. Sin embargo, da la impresión de que los socialistas quieren acabar con esto. Me cuentan que por este motivo le exigieron a Més hacerse cargo de Emaya, porque con Neus Truyol, la anterior presidenta, no sólo la ciudad estaba sucia sino que, además, no había voluntad de limpiarla. Ahora sigue sucia, pero dicen que quieren limpiarla, de lo cual es evidente que son incapaces. El asunto no es realmente importante para quienes estamos acostumbrados a este abandono, salvo porque demuestra la tremenda impotencia del Consistorio, incapaz de ir a la causa de las conductas, de ir un paso más allá de lo obvio. Siempre es mejor evitar la pintada antes que tener que borrarla.

En estos dos años de gestión, el Ayuntamiento de Palma nos dice ahora que ha realizado ‘casi’ siete mil actuaciones en relación a lo que ahora llama ‘pintadas vandálicas’, como si eso fuera exhibible. ¿Qué es una actuación? Todo y nada; que un policía acuda a una calle y apunte en un papel que hay una pintada ya es una actuación; que ese papel sea entregado a un superior es otra actuación. Para mí esto debe referirse a un inventario de pintadas, porque no hace falta ser muy perspicaz para notar que nada ha cambiado. En todo caso, tras esta información podemos deducir que los graffiteros han llevado a cabo más de siete mil ‘actuaciones’, porque a nadie le da la impresión de que esto vaya a menos.

Aquí el asunto no tiene mucho misterio: tapar una pintada del color original de la pared es inútil; permite a los graffiteros tener resuelto el problema de disponer de superficies limpias. Este fenómeno, como es fácil de entender, no se arregla repintado los graffiti sino identificando a los autores, lo cual exige más vigilancia, posiblemente con cámaras de televisión. Una vez se logre esto, hay que advertirles de que el Ayuntamiento va en serio (¡ay, qué risa!) y que en futuras actuaciones les repercutirá el coste de la limpieza a precios de Emaya, o sea, imposibles de pagar.

Una actuación bien planificada, que pueda dar resultados, exige duración en el tiempo y un mínimo de contundencia en la aplicación de penalizaciones (¿estamos dispuestos a que no sólo los propietarios de los edificios paguen estos costes?). Sin embargo, tengo la impresión de que nuestro Ayuntamiento es incapaz de llegar a estos análisis, por otro lado normales en todo el mundo, y seguirá sacando brigadas para preparar la superficie para la siguiente obra de arte. Hila: estas cosas para cualquier institución del mundo son normales; es nuestra impotencia lo que es anormal.