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Emerge en las primeras páginas de prensa, radio y televisión un suceso secuela de otro anterior: un delito, cometido en Palma hace años y juzgado una década atrás: el ‘caso Nóos’. Unas fotografías aparecidas en un semanario dan a entender que el principal, o más conocido, implicado y condenado en aquel proceso, se propone poner fin a un matrimonio contraído ante todo un país. Daría lo mismo, por supuesto, si lo hubiera hecho en una ermita recóndita de la sierra, pero la notoriedad añade un elemento más al suceso, el escándalo.

El enlace fue bendecido en un templo católico de Barcelona y el matrimonio católico es indisoluble, salvo la concurrencia de muy contadas causas de nulidad, las cuales debe reconocer el Tribunal de la Rota. Mientras dicho Tribunal no dictamine tal nulidad, los cónyuges siguen siendo esposos. Existe una sustracción muy elevada de bienes materiales, los cuales deben ser restituidos. Los principales autores de tales hechos permanecen, o en la cárcel, o en el extranjero, huidos, fugitivos, cuando bastaría pedir perdón y prometer la restitución de los bienes sustraídos. Entre el perdón y la absolución solo existe la distancia de una decisión. Basta decir «perdóname».

El alma del que pide se libera, el alma del que perdona se ensancha porque a esa actividad dedica el Dios que nos creó toda su jornada laboral. Domingos, vísperas y fiestas de guardar. De día y de noche no hace Dios otra cosa que querernos, cuidarnos y perdonarnos. Pero no nos puede perdonar si no se lo pedimos. No sabemos si Judas se condenó, pero su pecado no fue traicionar a Jesús, todos lo traicionamos todos los días, aún sin querer, su pecado fue creer que no sería perdonado. Y Palma también estaría encantada de perdonar, estoy segura.