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Hace meses que en el Reino Unido dan la voz de alarma porque miles de empresas son incapaces de cubrir sus puestos de trabajo vacantes. Lo atribuyen al ‘Brexit’, pero ahora desde el otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, ya le han puesto etiqueta al último fenómeno sociológico: la Gran Dimisión. Es sencillo: millones de trabajadores abandonan su empleo para empezar a vivir.

Dicen los analistas que el confinamiento provocó que muchísimas personas se dieran por fin cuenta de que su vida laboral era una mierda, que están condenados a pasar la parte más jugosa de su existencia –desde la veintena hasta casi la setentena– amarrados a un horario exigente, a un jefe muchas veces insufrible, a unos objetivos demenciales, a una rutina asfixiante, para obtener a cambio un salario que te permite pagar facturas y reproducir un estilo de vida robotizado que dictan las grandes corporaciones y el status quo de nuestra sociedad.

La pandemia hizo que muchos descubrieran de pronto a su esposa, a sus hijos, a sus mascotas, que les encanta cocinar, ver crecer las flores en el balcón, escuchar música, conversar con calma, soñar, no hacer nada. Algo que solo nos permiten en vacaciones, pero nos fuerzan a pasarlas en otro frenesí de locura, de viajes, de actividades, de vida social, de agenda plagada de obligaciones, aunque vengan disfrazadas de placer. A estos héroes que se han unido a la Gran Dimisión les llaman quitters, desertores. Tiene el nombre un sesgo peyorativo, pero es probable que esto sea ya un movimiento imparable, un tsunami que reclama que, quizá, se puede vivir de otra manera.