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La brecha abierta entre lo que se oye públicamente en los foros, la calle y los medios de comunicación y lo que se dice privadamente en pasillos, tertulias y familia evidencia un divorcio enorme entre lo que, en España, se emite en voz alta y lo que se susurra en voz baja. Esa realidad ya es patología, esquizofrenia suele llamarse la disociación.

En nuestro país, la fisura entre lo que se dice en público y lo que se dice en privado es gigantesca.
Mientras tanto, las definiciones que nos estamos otorgando entre nosotros se están reduciendo únicamente a dos: los míos y los fachas, los míos y los populistas y, en definitiva, los míos y los otros. La pobreza de las denominaciones anda paralela a la prisa con que se otorgan: basta una insinuación, una sonrisa o un acento y ya, uno, queda nominado, y si nominado, pronto cancelado (eliminado).

En nuestro país, se acabó el debate de ideas, ahora hay ataque a los que las tienen. Desapareció la alegría de la pluralidad; no es que haya desaparecido la pluralidad, la que ha desaparecido es la alegría de expresarla. La situación es triste: el pensamiento ‘oficialmente correcto’, al hacerse único, resulta enormemente triste porque renuncia a ser pensamiento y se reduce a ser censura.