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Se ha dicho y repetido pero tal vez es mejor no dejar de hacerlo: pese a sus promesas, los talibanes están volviendo a las andadas en cuanto a la limitación de los derechos de las mujeres. Al hacerse con el poder en Afganistán en agosto del pasado año, los talibanes aseguraron que, a diferencia de lo sucedido durante su anterior periodo de mando (1996-2001), no restringirían la libertad de movimiento de las mujeres, ni se inmiscuirían en sus hábitos cotidianos, como tampoco en sus costumbres a la hora de estudiar o trabajar. Pese a ello, la restricción de las libertades femeninas y la represión hacia aquellas mujeres y movimientos que persiguen una mayor tolerancia son constantes. Se dicta cómo deben vestir, cómo deben viajar –en caso de que se les permita– se da la segregación por sexo en el trabajo, se cierran las escuelas secundarias para niñas...

Rizando cualquier rizo y entrando en el terreno de lo tragicómico, la anécdota deviene categoría al prohibirse las figuras integra les de los maniquíes u ordenarse el tipo de teléfono que debe utilizarse. La parte menos divertida de este cúmulo de absurdas disposiciones aparece cuando llegan las palizas e incluso las desapariciones de aquellas mujeres que insisten en sus protestas. Pero ellas, bravas y asqueadas, lo hacen más allá de toda prohibición y reclaman justicia, algo que sin más les lleva a ser acusadas de difamar a los nuevos gobernantes.

Otro motivo más que contribuye a hacer más cruda la represión. Mientras, el resto del mundo se entretiene en sus propios problemas, pandemias y escarceos fronterizos entre las grandes potencias, sin querer darse cuenta de que el pisoteo de las libertades de las mujeres afganas es en realidad un síntoma de lo que ocurre en este mundo.