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Conocíamos el lejano referente de la epidemia de peste en la Edad Media, pero nunca creímos que podría ocurrirnos a nosotros. Cuentan que durante aquellas oleadas de muerte en Europa la población se dividió en dos bandos: quienes celebraban la vida, conscientes de que podían perderla en cualquier momento, y quienes abrazaban la muerte como un elemento igualador para ricos y pobres, guapos y feos. Los primeros se entregaron a gozar cada minuto, en una fiesta permanente, animados por el espíritu del carpe diem, que nos invita a disfrutar mientras podamos porque, efectivamente, nunca sabes lo que te espera a la vuelta de la esquina.

Los segundos, más tristes quizá, más sosos, se adhirieron al Ubi sunt, la reflexión sobre quienes nos precedieron y ya están muertos. De vuelta al siglo XXI, en una pandemia que no puede ni compararse con aquella devastación medieval, comprobamos que esos dos bandos se repiten. Quienes se suicidan, se deprimen, se aíslan socialmente y quienes prefieren la vida loca.

Parece que uno de ellos es el premier británico Boris Johnson, que ha tenido que pedir disculpas a la reina de Inglaterra, nada menos, por celebrar dos fiestas alcohólicas en el 10 de Downing Street mientras la soberana despedía al que fue su esposo durante setenta y tres años, en un frío funeral debido a las restricciones causadas por la pandemia. Seguramente es mejor celebrar y disfrutar que lamentarse y hundirse, pero en los tiempos que corren asombra la necesidad, el afán irreprimible, que muchos sienten por la borrachera, la juerga, todo eso tan primario, tan de bajos instintos.