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Estos días navideños, el Ayuntamiento de Palma anunció que pone en marcha otra fase de la ejecución del parque de la Riera, también conocido como ‘cuña verde’. Este concurso para el desarrollo de otra área del parque no acaba su desarrollo porque aún resta otra fase más, para la cual todavía falta financiación. Y siempre dejando de lado el deseable enlace de las dos grandes zonas del parque, hoy interrumpidas por las instalaciones deportivas de es Fortí.

El anuncio de estas obras merece ser visto en su contexto histórico, para hacernos preguntas sobre cómo hacemos las cosas en Baleares: el parque de la Riera es simplemente un símbolo de la indolencia cósmica de nuestro municipio, lo cual no impide que sus responsables vivan felices, creyendo que estamos avanzando.

En 1897, el Ayuntamiento de Palma convocó un concurso público para hacer un plan urbanístico que ordenara el crecimiento de una ciudad que por entonces requería desesperadamente de una apertura más allá de las murallas, que marcaban los límites de la capital de Baleares. El concurso lo gana el ingeniero de Caminos Bernardo Calvet. En 1901, después de muchos estudios, la corporación municipal aprueba su plan, de manera que este se convierte en la hoja de ruta del desarrollo de la ciudad. Calvet, como consecuencia del encargo municipal, diseñó la estructura que hoy tiene la ciudad, las características de la nueva trama de lo que hoy llamamos ‘ensanche’, la tipología de las viviendas y, lo que más nos interesa aquí, las futuras zonas verdes.

En su trabajo aparecían por primera vez tres grandes áreas verdes, de las cuales la más cercana a la ciudad era una gran cuña que entraba desde la periferia hasta lo que hoy son los Institutos. Calvet indicaba que esta zona contaría con «ciento sesenta y nueve mil trescientos cincuenta y un metros cuadrados, situada al norte, delimitada por el nuevo cauce de la Riera, el camino de Jesús, el límite exterior del Ensanche y el gran paseo de ronda». El ingeniero añadía que el espacio reservado para este pulmón verde era el menos ventilado y más húmedo del municipio, además del más cercano al cementerio, lo que reducía su valor residencial y, en cierta forma, lo hacía propicio para el uso que le estaba atribuyendo.

Observen: hubieron de pasar cuatro años entre el concurso que gana Calvet y su aprobación; y ciento veinte años entre esta y su ejecución, aún parcial, del proyecto. Ciento veinte años, lo que significa que en muchos casos ni los nietos de aquellos integrantes del consistorio han visto lo que promovieron sus abuelos. Nuestro Ayuntamiento, por el que han pasado todos los partidos políticos, en el que ha habido nacionalistas y centralistas, ecologistas y desarrollistas, demócratas y autoritarios, en este tiempo sólo ha demostrado su incapacidad para hacer un parque.

No me extraña que el historiador Manuel García Gargallo diera una entrevista en un periódico de Palma de la cual surgía como inevitable este titular: «Se inaugurará antes la Sagrada Familia que el canódromo», en referencia a una de las partes que conforman el parque. En realidad, las obras a las que hace referencia el historiador se han acabado, pero el Ayuntamiento de Palma no las ha recepcionado porque la concejala del área correspondiente considera que la empresa no ha cumplido con las exigencias. Para mí, el parque de la Riera es un excelente pretexto para que nos preguntemos cómo se gestiona en Baleares, por qué este desastre. Ojalá la ‘cuña verde’ fuera una excepción en una gestión pública aceptable. Pero no, en mi opinión, esto es general.

Recuerden que llevamos veinte años sin mover un ladrillo en la Playa de Palma, pese a que hicimos un plan de modernización que incluía una comisaria especial, con rango de ministra, encargada de su desarrollo; en varias décadas no hemos reformado más que uno de los veinte edificios de ‘Corea’, pese a los compromisos reiterados de todos los partidos; la primera línea de Palma está dedicada a los coches, aunque hasta Catalina Cirer llevó en su programa soterrar el paseo; hemos gastado un dineral en proyectos de tranvía que nunca hemos sido capaces de construir; hasta parece que somos incapaces de convertir la plaza Mayor en un lugar visitable.

Ante este panorama desolador, es perfectamente comprensible que nadie haya presentado alegaciones al Plan General que está tramitando el consistorio municipal. ¡A quién le puede importar lo que vaya a ocurrir en Palma dentro de ciento veinte años! No es sólo que no hay oposición política, es que los ciudadanos queremos que nos dejen opinar sobre el Plan Calvet, que es el que tal vez nos llegue a afectar.