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La mayoría de eufemismos contienen dosis de cinismo e hipocresía, y entre ellos uno que siempre me ha parecido especialmente irritante es el de ‘limbo legal’. Una pirueta para definir una situación en la que la ley se somete al filtro de la arbitrariedad sin que haya que preocuparse mucho por ello. La cárcel de Guantánamo inaugurada hace 20 años constituye un ejemplo de ello. Construida bajo el peso de los atentados de septiembre de 2001, en ella fueron internados a los que se había detenido aludiendo a acusaciones tan amplias como la de ‘militantes combatientes’, cuando investigaciones posteriores han establecido que más de la mitad de los ingresados jamás habían cometido acción hostil alguna contra EEUU, o sus aliados. Para hacerse una idea de lo disparatado del asunto, cabe fijarse en el único liberado durante el primer año de Gobierno de Biden, un preso que regresó a su país sin que nunca se formularan cargos contra él. En estos 20 años, sólo se ha procesado a 12 detenidos, y sólo hay dos condenados por una comisión militar. Como otra muestra de los atropellos a la ley vale fijarse en que el juicio contra el presunto cabecilla de los atentados aún no ha comenzado, ¡tras diez años de audiencias previas! Guantánamo fue el rincón en el que la Administración norteamericana quiso curar su rabia y mostrar sus deseos de venganza hacia aquellos que ‘podían’, sin pruebas fiables, haberla agredido. Cuatro presidentes han hablado de la cárcel en cuestión, siendo de destacar a un Obama que se lo tomó en serio hasta el punto de encontrar para los reclusos una cárcel en Illinois, un intento que encontró el bloqueo de los republicanos. Dos décadas después, Guantánano.