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Imagino que hablar de tradición y devoción es un acto de nostalgia arcaico e impropio de esta modernidad tan ajena al pasado. Por desgracia el recuerdo de quienes nos precedieron se extingue mucho más rápido de lo que quisiéramos y con ello perdemos una traza importante de nuestra identidad y esencia. Nos estamos desligando –a marchas forzadas y sin ningún rubor– del deber de transmitir y en esta sociedad tan líquida, global y digital poco se mantiene en pie. No obstante, aún somos capaces de mantener rituales y celebraciones de otros tiempos y se convierte en un misterio entender o descifrar qué sustenta su pervivencia (especialmente si son de naturaleza religiosa).

Año tras año Sant Antoni es la fiesta de invierno porque se extiende por todas nuestras Islas y se convierte en un sentimiento heredado. En mi caso se vincula a la celebración de sa Pobla que, obviamente, comparte rasgos y elementos comunes con otros municipios. Una fiesta que se transforma y adapta originando un debate sobre los distintos actos que conforman la fiesta y que este año resuelven de nuevo las restricciones originadas por esta nueva ola de COVID. Fiestas que se adaptan y se reinterpretan y nos enfrentan al dilema de comprender su autenticidad que viene marcada por las dificultades de poder contextualizar las expresiones a los medios, maneras de pensar y estructuras sociales del pasado. En 2022 no encenderemos foguerons ni se realizará un piromusical que reconozco que me provoca cierta catarsis cuando en una plaza a rebosar se funden fuegos artificiales y cançons de marjal para crear un momento de contemplación y vibración colectiva que es difícil de describir. La experiencia y lo que representan para cada uno y que se extiende a todos, ese es el espíritu de la fiesta que es prácticamente imposible ahora; días de vínculos que nos unen y que fomentan un sentimiento de pertenencia. El pueblo siempre celebra la fiesta, con más o menos actos, con más o menos compañía. Sant Antoni formará parte de esa emoción aunque se limite el aforo de las iglesias o el fuego solo pueda encenderse en corrales y jardines.

Nadie dejará de comer espinagades o cocas y, un año más, se mantendrá una tradición que requiere estudiar todas sus manifestaciones a través del tiempo. Ello implica que además de la vocación festiva es necesario un ejercicio intelectual que justifique su arraigo. Entiendo fundamental el papel de los archivos municipales donde podremos encontrar documentos que relaten tiempos pasados y gente que en un acto de amor por su pueblo quiera estudiarlos y analizarlos. En sa Pobla sabemos que la llama antoniana quema, al menos, desde 1365 y ello engrandece estos días. Fuego que nos mantendrá vivos con independencia de cualquier inclemencia, con total independencia de las generaciones que, en cada época, son partes de una energía colectiva y común en los que el disfrute del momento es indisoluble del recuerdo.