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Quien se encuentra bien de cuerpo y alma no necesita refugiarse en mundos imaginarios. Le basta con vivir, gozando de lo que la vida le ofrece o le transmite a base de conceptos mentales desprovistos de negatividades. Pero cuando se está desprovisto de capacidades para interpretar la realidad de modo agradable y sin temores (a causa de carencias afectivas en la infancia o a causa de enfermedad, envejecimiento o de golpes que inevitablemente da el vivir), entonces hay que agarrarse a las tablas de salvación que estén a nuestro alcance.

Uno de estos recursos salvadores es el uso activo o pasivo de las palabras. Teniendo presente que lo que llena nuestros mundos mentales no es la realidad en sí sino la representación subjetiva, ambigua y deformada que de ella nos hacemos, es bueno ayudar a nuestra mente a liberarse de sus negros fantasmas para sustituirlos por imágenes placenteras y neutralizadoras de negatividades. Y para ello siempre ha sido útil la literatura y el arte.

A quien sufre le va bien expresar sus sentimientos dolorosos con palabras que contribuyan no solo a ordenar racionalmente su caos interior o dar sentido a sus incoherencias, sino a poder encontrar con estas palabras a lectores que, leyéndolas, establezcan un puente de alteridades que rompa aislamientos y comparta vivencias.

Una inmensa cantidad de escritores (¿casi todos?) han hallado en la palabra el camino para escapar de visiones insoportables de la realidad. También los que leen encuentran consuelo al constatar que otros distintos a ellos experimentan parecidos sufrimientos.
Si la literatura puede apartarnos de horrores personales o colectivos, también puedo hacerlo el cine (que es otro modo de hablar integrando imágenes) o cualquier manifestación artística. Según A. Artaud, al que Boris Cyrulnik cita en su libro La nuit, j’écrirai des soleils (Durante la noche, escribiré soles), «nadie jamás ha escrito o pintado, esculpido, modelado, construido o inventado que no haya sido para salir de hecho del infierno».

En este citado libro de Cyrulnik, se insiste en el hecho que «la escritura fabrica una realidad de papel que lucha contra la disociación traumática». Esta ‘realidad de papel’, no es exactamente una traición al mundo, como dice este psiquiatra. Si el mundo es neutro, como él sostiene, la escritura lo que hace es traicionar, o mejor, sustituir a nuestro favor, la idea subjetiva que del mundo tenemos, o sea, la idea de la realidad que nos atormenta.

Si, por lo tanto, hay que salvarse (y creo que de esto se trata), acudamos a todos los recursos de que dispongamos. Si hay que medicarse, distraerse o entablar conversaciones en círculos amplios o reducidos de gentes conocidas o no, hagámoslo. Y si hay que confesar públicamente nuestros sufrimientos mediante la escritura o deseamos refugiarnos en ficciones literarias, artísticas o cinematográficas, hagámoslo también. Hagámoslo mientras no nos sea imposible (por las razones que sea) transformar la vida o la concepción que de ella tenemos. Y si hay que escribir soles en la noche, escribámoslos. Entonces serán ellos los que nos alumbren.