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Es habitual que cuando el forastero solitario llega al pueblo, y casi antes de que tenga tiempo de bajarse del caballo, alguien le informe de que aquí nadie regala nada. Ya en la cantina, es probable que algún bebedor locuaz, con la lengua muy suelta, complete esa información. «Si alguien te hace un regalo, es que quiere algo». Cuando el forastero es una forastera, esta advertencia ya resulta innecesaria, porque se la sabe de memoria. Por supuesto, si esto ocurre en un western, es que ocurre en todas partes. En los trabajos, en el fútbol, en los ámbitos intelectuales, en los bares de mala nota, en la economía y la política, en el amor. En cualquier sitio, sea analógico o digital. Yo de pequeño ya estaba enterado, basándome en hechos reales o relatos literarios, de que nadie regala nada; y si lo hace, por algo será. Prueba de ello es que existen unas fiestas anuales, que culminan pasado mañana día de Reyes, consagradas oficialmente a dispensarnos de esa norma universal, y en las que no sólo los regalos están permitidos, sino que son obligatorios.

Tanto hacerlos como aceptarlos. Así, y con la excusa de los niños (una excusa que sirve para todo), se fomenta el comercio de objetos de regalo, juguetes y productos en general que uno jamás adquiriría para sí mismo. Pero que si es otro el que tiene que apechugar con ellos, pues estupendo. Excelente manera de poner a la gente en un compromiso. No sólo deben quedarse con algo que detestan, sino que encima se sienten deudores y obligados a corresponder. Y así sucesivamente. Maquiavélica, esta manera de fusionar contrarios: El mandato de que en esta vida nadie regala nada, y una exultante cultura del regalo que para colmo se expande, como el universo. Menudo marketing espiritual hace falta para conseguir eso. Y en esas estamos ahora, buscando como locos los últimos regalos, revisando compromisos. Con los niños nada de esto importa; les encanta el ceremonial de recibir regalos, no el regalo en sí. Lo dejan de lado enseguida, lo olvidan.

Salvo que se trate de su primer móvil, el regalo por excelencia de esta civilización del regalo. Lleno de prodigios gratuitos, y prueba definitiva de que aquí nadie regala nada. Nada es gratis, sobre todo si lo parece. Cualquier forastero se entera de eso antes de bajar del caballo.