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Para mí, Jaime era el padre de mi amigo Gabi, un hombre que había educado a un genio que no dejaba de darle disgustos. Porque su hijo menor era y es eso, una mente excepcional que puede llegar donde quiera pero no le da la gana. Siempre ha preferido las proezas de lo mundano y acabó expulsado de varios colegios. No le gustaba nada estudiar. Por eso, para mí, Jaime era un padre sufridor, una persona admirable que educó a cinco varones y, a pesar de algún contratiempo, les protegió y ayudó a prosperar hasta el final.
Y vaya si prosperaron.

Sus hijos Jaime, Polo, Mario y Gabi montaron el primer Lizarrán de Palma. Fue en el año 2000, junto a la plaza del Olivar y no me equivoco si digo que fue el primer bar de tapas de la ciudad. Fue un éxito sin precedentes y la clave era la relación con el cliente. Todo el mundo iba allí para ver a los hermanos porque con dos frases te alegraban el día y encima se cenaba bueno y barato. Jaime, el patriarca, estaba siempre al final del local echándoles una mano. Tenía el típico carácter mallorquín: introvertido, amable y trabajador. Apenas sabía más de él, hasta ahora.

Jaime Ginard Balaguer nació en 1934 y estudió en La Salle de Palma. Fue un alumno brillante y su tío le pagó la carrera de Económicas en Monterrey, México. Allí, en un autobús, conoció a su futura esposa, Julieta. «Solo cogí el bus dos veces en México y en una de ellas conocí a mi mujer», contaba entre risas. Ella lo recuerda como «el hombre más guapo desde Elvis Presley». Jaime trabajó durante 15 años como director financiero de grandes empresas y casi se hace mexicano. El azar quiso que en una visita a Mallorca naciera su primer hijo y ya se quedaron para siempre.

En los años ochenta se convirtió en un economista de éxito. El Gobierno le encargó la compra de los primeros cazas F18 y apareció en la lista de los mil directivos más importantes de España. Vivieron en varias ciudades y sus hijos estudiaron en los mejores colegios. Él siempre les insistía en eso, en la importancia de prepararse y tener un buen trabajo. Para ellos, era como un héroe, una persona capaz de solucionar cualquier problema.

Este último año ha sido el más duro. Tenía 87 años y un cáncer lo había postrado en la cama. Su familia, que nunca lo había visto enfermo, lo vivió con mucho dolor. El funeral fue el otro día en la parroquia de Santa Catalina Tomàs. Acérquense al restaurante La Botana, en calle Brondo. Allí están sus cuatro hijos, el mejor legado de Jaime.