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Sigue habiendo luces en las calles esta Navidad. Recorro Palma y las luces navideñas me asaltan. Hay una luminosidad bella que envuelve el paisaje urbano. Los árboles del Born y La Rambla se han vestido de bombillas. En la plaza Major los puntos de luz se extienden desde el centro como una carpa de circo luminosa. Siempre me hacía feliz descubrir las primeras luces anunciando las fiestas. Iba andando con mi despiste habitual a cuestas, levantaba la mirada y veía las luces recién instaladas. Un acto reflejo que me arrancaba siempre una sonrisa. Esa alegría pueril que nos invade de repente, solo porque si, y que nos reconcilia con el mundo. Este año ha sido distinto.

Las luces en las plazas y calles me recuerdan que el tiempo pasa, que los meses ruedan y todo regresa aunque nada sea lo mismo. No me alegran las luces como otros años. Si acaso me producen sorpresa, el estupor de comprobar la rapidez del tiempo, que avanza siempre, implacable, a pesar de todo lo que nos toca vivir.

Vivimos una Navidad distinta. Las mascarillas en las calles, las pruebas de antígenos agotadas en las farmacias, las colas de gente que se hace PCR… vuelven a recordarnos que aún no hemos salido del caos. No existe ninguna nueva normalidad.

La gente está nerviosa. Volvemos a cancelar los encuentros familiares o los reducimos al mínimo, mientras nos preguntamos hasta cuándo va a durar la pesadilla. Nadie lo sabe.

Quizás deberíamos inventar una forma de iluminar nuestras vidas. Entre la hostilidad y el desaliento, tendríamos que poder encontrar algo de luz. Quizás el secreto esté en saber refugiarnos en lo que conocemos y amamos, en las cosas pequeñas, en apariencia insignificantes que forman nuestro universo interior, la vida que tanto nos cuesta a veces, pero que siempre vale la pena vivir.