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El acuerdo Schengen sobre la libre circulación de los ciudadanos de la UE en los países que conformaban la misma se consideró desde el primer momento un extraordinario logro. Y en realidad no faltaban razones para ello las especiales características de una zona en la que 150 millones de personas (un tercio de la población total de la UE) viven en regiones transfronterizas, y 3,5 millones cruzan habitualmente las fronteras internas. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la UE tiene casi 15.000 kilómetros de frontera exterior compartida con 23 países, y unos 67.500 kilómetros de línea costera. Un mapa inmenso por el que circular libremente, o cuando menos sin grandes trabas. Pero eso ha sido hasta ahora, ya que la CE ha aprobado un proyecto de reforma de la zona Schengen cuyo objetivo es centralizar en Bruselas el cierre de las fronteras en caso de crisis sanitaria. Esta nueva «lección de la pandemia» supondrá restricciones de gran alcance –se dice que temporales, aunque nunca se sabe–, como autorizar severos controles en las fronteras interiores, el endurecimiento de las normas de asilo, en el caso de que un país tercero instrumentalice la migración a fin de desestabilizar a un socio, sin olvidar las consiguientes restricciones en las fronteras exteriores. En suma, un Schengen muy venido a menos. Por más que, dadas las circunstancias, a nadie puede sorprender que muchos encuentren apropiada la reforma. El clima de inhibición social, renuncia a los derechos de los ciudadanos y miedo extendido, hace posible la adopción de cualquier medida, que en este asunto se aprobará con el consenso de Consejo y Parlamento Europeo. ¿Salir bien de la pandemia? ¡Ja!