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Una simple bolsa de plástico puede ser la alegoría de la apatía con la que la municipalidad cuida del estado general de la ciudad. Es una bolsa blanca, atada en la barandilla metálica que corona los laterales de la salida del túnel que comunica las Avenidas con la calle Antoni Marqués de Palma, justo enfrente del cine Rívoli, por el que circulan miles de vehículos a diario, incluidos los de distintos servicios municipales.

Alguien la colocó ahí sin que haya forma de conocer las razones de su acción, quizá por hacer una gracia, por dejar la bolsa desde el coche para no tener que molestarse en acercarse a un contenedor, o, quién sabe, por contar el tiempo en que tarda la bolsa en desaparecer de su soporte, algo que ni siquiera los vendavales de una semana atrás han conseguido. En el momento de redactar estas líneas ya han transcurrido 63 días mal contados y la bolsa lleva camino de convertirse en parte del paisaje urbano, como si llevara en el mismo sitio desde el día lejano en el que fue construido el túnel.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, nadie ha tenido la curiosidad de averiguar su contenido, de forma que el nudo que la sujeta a la barra metálica continúa inalterado. Tal vez encierre los pedazos de un juguete con los que un crío anónimo llenó sus momentos de felicidad. O los papeles destripados de las cartas de amor, si es que todavía se escriben cartas de amor, que su antónimo, el desamor, convirtió en testigos dolorosos de un pasado placentero. Aunque posiblemente la razón esté una vez más de parte del fraile del siglo XIV, Guillermo de Ockham, que definió el principio que lleva su nombre y la explicación más sencilla sea la verdadera y la bolsa solo contenga basura.

Después de tantos días puede resultar sorprendente que nadie haya reparado en la bolsa. Como la carta robada de la novela de Edgar Allan Poe que la policía no consigue encontrar, tras arduos registros, por encontrarse precisamente donde nadie la buscaría: a la vista. La bolsa no alcanza la categoría de monumento que Italia ha otorgado a un coche abandonado durante casi cincuenta años, un Lancia Pulvia del 62, que Carlos Meneses Nebot comparaba en estas mismas páginas (13 de diciembre) con la botella de cerveza que durante tantos días veía el escritor en la esquina de una calle camino de su casa. Pero si puede formar parte de las anécdotas que construyen la categoría de la diligencia con la que se atiende al mantenimiento general de una ciudad como Palma. No tiene la espectacularidad de las consecuencias de que la organización de recogida de trastos de la ciudad no alertara de que el lunes seis de diciembre, es de suponer que por ser festivo, no hubiera servicio de retirada y las esquinas de las zonas donde ese día tocaba tal menester hayan añadido suciedad y abandono a los contenedores que habitualmente no brillan por su limpieza y conservación durante toda una semana, hasta el siguiente lunes.

Al final, la bolsa, humilde, no tiene relevancia en comparación con los robos a cargo de bandas de menores en las casetas de Navidad o la agresión a una pareja de viandantes por parte de varios adolescentes, en este caso detenidos. Si además de incuria municipal por la limpieza, las calles devienen inseguras, la anécdota deja de serlo.