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A los escritores, nos lean cien o cincuenta mil, nos encanta ponernos estupendos, más incluso que a los entrenadores de fútbol o a los directores de cine. Solemos confundir, muchas veces adrede, opinión con verdad universal. En esto nos parecemos a los políticos, a los expertos en vacunas y a los cuñados. Ocurre muy a menudo, hoy en día, que estos tres tipos de personas confluyen en una sola. Te despistas un momento y ya tienes a un cuñado con el carné de su partido político en la frente soltándote un discurso interminable sobre la bondad o la maldad de Pfizer. Pero a lo que iba.

Queremos llamar la atención, los escritores, nos pone mucho mostrar la contundencia, lo irrefutable de nuestros argumentos. Por eso debo pedirles que entren al trapo siempre que puedan. Yo no suelo hacerlo, es verdad, pero no estamos aquí para hablar de mí. Toda provocación no es más que una petición desesperada de cariño, una botella lanzada con un mensaje de auxilio en su interior. Denles cariño, sean buenos. Denles caña. A su manera esquiva, ellos lo agradecerán.