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Hay personas solidarias, comprometidas con los demás, empáticas. Hay seres egoístas, que van a la suya, y que son incapaces de ponerse en la piel de los otros. Los del segundo grupo abundan mucho más que los del primero. Me duele escribirlo, pero es la pura verdad. Al principio de esta historia de pesadilla, cuando tuvimos que confinarnos, la gente salía a las ventanas todas las tardes y aplaudía a los sanitarios que se jugaban las vidas por salvar las de nuestras familias. Se habló de un cambio de mentalidad. Tras el desastre, seríamos mejores, más humanos, más buenos. Se ve que la bondad es un valor en desuso, o que cayó en el olvido.

Al aparecer las vacunas, surgió la esperanza. Teníamos que dar un paso al frente como colectividad, unirnos en la lucha contra la pandemia, y buscar entre todos la inmunidad colectiva. Nosotros, los de los países más ricos, fuimos de nuevo privilegiados. No había problema para acceder a las vacunas. Teníamos para todos.

Entonces abrieron la boca los negacionistas. Hablaron en voz alta, a gritos, defendiendo lo indefendible. Aducían razones que se saltaban a la torera los planteamientos científicos y los consejos de los especialistas. En las Baleares un veinte por ciento de la población se negó a vacunarse.

Por fin han llegado las restricciones para quienes no están vacunados. Me parece de justicia: hay que exigir el certificado COVID para ir a restaurantes y lugares públicos. De repente, surge el ‘milagro’. Aquellos de sólidos principios, inquebrantables en su decisión, corren a ponerse la vacuna con el noble objetivo de poderse comer una paella o tomarse unas tapas. En unos pocos días, cerca de mil personas han recibido la primera dosis de la vacuna en Baleares. Por lo visto, los designios del estómago son más poderosos que los de la razón.