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D e vez en cuando te sorprendes a ti mismo formulándote preguntas que, por una parte, te parecen tontas y, por otra parte, te parecen obvias. Durante toda la vida te ha gustado Mallorca y, de repente, un día, sin venir a cuento, sin saber por qué, te preguntas por qué te gusta tanto. Podría poner muchos más ejemplos y, en casi todos, la sorpresa estriba en que te preguntas un día por tus amores de siempre.

No siempre resulta fácil dar razón de lo indudable. El hecho es que el cristianismo formatea completamente mi identidad, mi proyecto y mi destino. Creo en el Dios de Jesús, primero, porque es el que mejor me ha hablado de mi procedencia: alguien me ha precedido y decidido, y ese alguien no es otro que el Amor que optó por mí, y esta es la razón por la que me concibo como un ser valorado y querido.

Segundo, porque es quien ha dotado mi existencia de un sentido admirable, el de la construcción de la fraternidad; si los demás son tan queridos como yo lo soy, la dignidad de todos ellos es evidente y hermoso resulta compartirla. Tercero, porque es el que más apetecible me ha mostrado el futuro, del cual experimento ya el apetito, y no el recelo.