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Una de las ventajas que presenta el no ir de experto en una materia consiste en que te permite recurrir al sentido común, ignorando los dogmas. Es fantástico. Uno choca, por ejemplo, con un término como verdinflación y, amén de admitirlo como neologismo que en el futuro puede ser de gran utilidad, queda deslumbrado por el coraje de quien lo puso en circulación. Sí, porque resulta muy fácil y agradecido pero raro acerca del clima mundial, de todo lo que está suponiendo el mismo y de las medidas (teóricas) que se deben adoptar a fin de evitar males mayores. Lo que ya no es tan sencillo viene después, cuando se evalúan los medios necesarios para atemperar la subida de precios, las inevitables consecuencias en la economía que acarrearán las soluciones (supuestas) a tomar.

La transición verde y la verdinflación que la acompañará recaerán sobre el ciudadano. Eso es algo que está fuera de toda duda. De lo que se trataría es de contar con gobiernos inteligentes, capaces de diseñar políticas ambientales que, amén de eficaces, salieran a cuenta en lo económico. Al parecer no es tan fácil, pero nunca imposible. La situación actual del mundo nos está mostrando, entre una cosa y otra, que el sistema basado en unas energías renovables suficientes para cubrir la disminución de generación energética por combustibles fósiles, corre el peligro de no dar, en el mejor de los casos, buen resultado. Es así o así me lo parece.

Qué quieren que les diga, en situaciones como esta el realismo se impone. La verdinflación no será probablemente un pequeño precio a pagar. Y ello imposibilitará la adopción de las medidas de emergencia que se irán precisando.