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La extrema izquierda de Pablo Echenique, Íñigo Errejón y otros congéneres ha salido en tromba a criticar el nombramiento de la hija de Amancio Ortega como presidenta de Inditex. Según ellos, no lo es por sus méritos sino por ser hija de quien es, como si les importara algo la meritocracia, desde luego no exhibida cuando Irene Montero llegó a ministra siendo la pareja del entonces vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias. Razonamiento que vale para miles de asesores y paniaguados de la Administración pública que no saben hacer la o con un canuto.

Hay que reconocer, sin embargo, cierta coherencia a los críticos de Marta Ortega. Y es su ataque a las empresas familiares, que constituyen la mayoría de este país, aunque, por supuesto, son menos importantes que el fabricante de Zara. Por si fuera poco, el caso pone en su punto de mira otros objetos de su inquina furibunda, como la familia, la herencia y los ricos, en su afán por tener un país de gentes igualadas por abajo, es decir, en la pobreza, para subsidiarlas y cautivar sus votos luego con la limosna laica del sedicente progresismo.

En las empresas familiares —y el caso de Inditex sólo es uno más—, los hijos de los fundadores suceden a sus padres y son sucedidos a su vez por sus hijos, trátese de una ferretería o del Banco Santander. De ahí, precisamente, su denominación de familiares.
Cuando éstas adquieren un gran tamaño, salen a Bolsa y reciben aportaciones exteriores sí podrían ser entonces reticentes a los nombramientos internos —como ha sucedido repetidas veces— por parte de los accionistas y de los inversores, que se juegan su capital y sus ahorros.

Ésa es la diferencia, importante, entre un pequeño ahorrador y los mandarines de la izquierda, que no han demostrado ni pueden demostrar ser mejores gestores que nadie.