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Una de las mayores estupideces que he visto en la ciudad es colocar una línea de contenedores al borde de un carril bici. Los ciudadanos deben situarse en medio del carril para abrir el contenedor y tirar sus desperdicios dentro. Las bicicletas y los patinetes, que van a toda leche, provocan que el tirar unas simples y malolientes bolsas de basura pueda convertirse en una suerte de pista americana. Más si los contenedores no se pueden abrir con el pedal; alguno ni estirando del asa, con lo que queda inservible, y el que más o menos está disponible se halla hasta los topes de bolsas. Un poco de sentido común se requeriría a los que diseñan el organigrama de la ciudad, habida cuenta que en las cercanías existen bares, restaurantes y un cine –el Augusta, el único que destila el genuino aroma cinematográfico que escasea en esta ciudad–, que ya de por sí generan más basura de lo corriente. Al igual que tampoco es muy lógico que el carril bici atraviese la calle Blanquerna por el centro, con ambos lados ocupados por las terrazas de los negocios, con lo que, a según qué horas, el viandante se ve obligado a circular en fila india. Tampoco es comprensible que dicho carril no esté coloreado para no ser invadido por aquellos despistados, los cortos de vista o personas de la tercera edad con menor capacidad de movimientos y reflejos para esquivar un patinete conducido por algún desalmado, que los hay.

Accidentes ha habido ya los suficientes en la ciudad para no mirar a otro lado, que es lo que parece que hacen las autoridades municipales al son de ‘qué bonito todo’, ‘ha quedado muy bien’, ‘regocijémonos en nuestra vanidad’ (y que los transeúntes se jodan). Pasear no debería ser difícil, sin embargo, se torna complicado cuando no se atienden las circunstancias del ciudadano de a pie.