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Soy demócrata a regañadientes. Si fuera capaz de encontrar un sistema político más justo, dejaría de serlo. Las carencias de la democracia son tremendas. Especialmente una: vale lo mismo el voto informado, documentado y reflexivo de quien entiende el sentido de su decisión, que el pasional, rutinario, ignorante, de quien ‘compra’ cualquier milonga por inverosímil que sea. Afortunadamente, las democracias tienen (¿o tenían?) algunos filtros que atenúan los riesgos. Sea el gregarismo borreguil de nuestras sociedades; sea el control que los partidos políticos ejercen sobre el sistema, imponiendo limitaciones de acceso, sobre todo en la financiación; sea porque el periodismo, en el ejercicio de la intermediación entre el poder y los ciudadanos, filtra la realidad, la cuestión es que en una democracia occidental las candidaturas disparatadas son pocas y marginales. Recordemos cómo todo el mundo se tomaba a risa a Cicciolina, a Nigel Farage o, incluso, a Ruiz Mateos, relegados a las elecciones europeas, que no importan a nadie. En los ochenta, en la redacción de mi periódico, cada semana nos tocaba ‘torear’ a algún ‘fantasma’ que tenía una idea política peregrina a la que, por supuesto, no dábamos voz porque creíamos ejercer una función de filtro responsable.

Hoy todo esto es historia; hoy, si usted quiere postularse con las ideas más locas, no sólo puede hacerlo sino que, gracias a Internet, tiene acceso a todo el electorado, el cual, en correspondencia, ha empezado a votar irresponsablemente, alocadamente. Este nuevo modelo de democracia responde perfectamente a los postulados postmodernos: contrapone la racionalidad modernista que nos llevaba a analizar las propuestas electorales en función de su idoneidad por la irracionalidad que nos conduce a dejarnos llevar por la emotividad; rechaza la jerarquía que se derivaba del conocimiento, del saber, de la experiencia, por el valor de la ignorancia, del igualitarismo; basta de encajar las piezas en una metanarrativa pensada y estudiada, vivamos el momento, divirtámonos, provoquemos, disfrutemos. ¿Por qué pensar que Trump, que parecía un loco, iba a actuar como tal? ¿Qué importa si Bolsonaro sólo dice barbaridades? ¿A quién le incomoda votar a Éric Zemmour, por más que sus ideas sean una locura?

Chile, que hoy es probablemente el país latinoamericano que está en mejor situación económica y social, celebró hace dos semanas las que, para mí, son las elecciones más postmodernas que haya habido jamás. Conocíamos elecciones en las que un candidato irracional acudía a las urnas, pero en este caso, todo, incluído el resultado, ha terminado siendo un disparate completo. Todo lo han puesto del revés. Primero, las dos coaliciones políticas tradicionales que habían conseguido la prosperidad que tiene hoy el país, que habían venido alternándose en el poder desde Pinochet, que tenían el ‘aparato’ político más potente, quedaron en cuarta y quinta posición, reeemplazadas por dos formaciones extremistas, creadas de prisa y corriendo, la una por la (ultra) izquierda, la otra por la (ultra) derecha. Es como si en España, Podemos y Vox arrasaran y dejaran al PSOE y al PP fuera del mapa.

Todavía más insólito fue el tercer candidato más votado, fundador del ‘partido de la gente’, Franco Parisi: no hizo campaña, no dio una rueda de prensa, no tiene un programa electoral como tal, no hizo un mitin y no pisa Chile desde hace un año porque vive en Estados Unidos. Parisi ni siquiera votó en la jornada electoral porque en Alabama no hay consulado chileno. Nadie sabe qué propone Parisi, a excepción de algunos mantras: ni derecha, ni izquierda; sí a una verdadera democracia; no al poder al servicio de los ricos; igualdad; industrialización; medio ambiente seguro y descentralización administrativa. Curiosamente, Parisi se opone a la inmigración, razón por la que obtuvo un gran apoyo en el norte de Chile, donde hay una gran presencia de venezolanos que huyeron de la desintegración de su país. Que un individuo chileno que vive en Estados Unidos haga campaña en su país en contra de la inmigración y sea votado es uno de los indicadores más descacharrantes del voto emocional, carente de sentido común. Si las democracias tradicionales eran cuestionables, las postmodernas, en las que ni los candidatos ni los votantes exigen un programa político, ni un ideario, ni una verosimilitud en las propuestas, en donde se vota más en contra que a favor, pueden hacernos reír un rato, pero es probable que nos arruinen. Ser demócrata se está volviendo cada día más duro, más cuesta arriba. Incluso sin que haya una alternativa mejor.