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Hubo una Mallorca capdavantera, situada en primera línea, abierta e innovadora, que fue la constituida por la alta burguesía del siglo XIX. En esta reflexión me encontraba días pasados con motivo de una entrevista sobre la época en cuestión, al tiempo que contemplaba las páginas de este mismo diario, reflejando, una tras otra, noticias de crímenes contra la libertad sexual, la propiedad privada o la dignidad de la persona, que se producen diariamente en la Isla. Tales noticias, que tiempos atrás solo las exhibía El Caso, hoy, entre nosotros, constituyen fiel retrato de una sociedad a la deriva, que quizás disponga de los más altos niveles de riqueza de España, pero en absoluto de sanidad moral y del espíritu de vanguardia propio de sociedades que pretenden ser algo más que una plataforma de plazas turísticas, bares y restaurantes.

Me decía hace poco Joav Avtalión, empresario de altura, ciudadano israelí y también español desde el 2018, hoy afincado en Mallorca, que había sido muy triste que nadie le hubiese hecho caso, a principios de la pasada década, en su proyecto de instalar un gran parque tecnológico de la informática, cuando está bien claro que sin tecnología nada tendrá que hacer sociedad alguna como no sea andar a la greña. El sueño de Jaume Matas iniciado con la creación del Parc Bit, ha quedado tan obsoleto como el de Ramón Esteban creando el polígono industrial de la Victoria, hoy llamado de Son Castelló solo para responder a almacenes de servicios. Me preocupa, y mucho, esta Mallorca. La restauración de la Universidad pudo ser la gran plataforma de cambio. Esto creían personalidades como Carlos Blanes –de ahí el empeño de Sa Nostra por financiarla– pero el paso de los años ha demostrado un notable anclaje casero, permitiendo que no pocos alumnos prefieran alzar el vuelo, e incluso profesores, con notables excepciones, como la del hoy reconocido biólogo Jaume Flexas.

Creo que nuestros sueños nacionalistas, buenos en sí mismos, en lugar de centrarse en los països catalans, mejor hubieran hecho con impulsar un modelo de sociedad acogedora, exigente consigo misma, hacedora de ciencia y de nuevas formas de progreso. No podemos estancarnos ni entrar en sucursalismos, sino en el orgullo soberano propio de sociedades punteras que valoran la ley del esfuerzo. Deberíamos tomar ejemplo de nuestros antepasados del siglo XIV y XV, cubriendo con sus naves a los puntos más estratégicos del Mediterráneo y llegando al Mar del Norte y a las Islas Afortunadas. Por cierto, poco hemos hecho por rescatar el nombre de ‘atlas mallorquín’ para el confeccionado por Jafuda Cresques en sus talleres de Palma, hoy conservado en la Biblioteca Nacional de París con el nombre de Atlas Catalán. Y no olvidemos a nuestros ilustrados del XVIII, precursores de la gran burguesía del XIX, convirtiendo el puerto de Palma en una de las grandes plataformas hacia América y Europa, mientras en el campo florecían millones de almendros, cuyo cultivo preconizó Bernat Contestí, alma de la Sociedad de Amigos del País. ¿Podremos sacudirnos los botellones de alcohol, de velocidades viarias, de droga y sexo? Esperemos que sí, puesto que, como bien dice un viejo adagio, o nos renovamos o morimos. Y morirse no es otra cosa que permanecer a la deriva, solo pendientes del voluble flujo de los mercados hospederos.