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Cuando Ulises regresaba a Itaca, en un largo camino de tempestades, encuentros inesperados y enemigos terribles, vivió con Calipso, una divinidad inmortal y bella. A los inmortales, en la antigua Grecia, se les presuponía siempre una belleza que estaba muy por encima de las expectativas humanas. Poseían además aquello que han deseado los humanos desde siempre: la eternidad. Eso les permitía cambiar de opinión con frecuencia, ser volubles, caprichosos… para ellos no existía el problema de «perder el tiempo». Tenían tanto que podían derrocharlo sin ningún dolor.

Calipso se enamoró de Ulises. En la mitología, los amores entre una divinidad y un humano suelen ser frecuentes. Ella le amó con todas sus fuerzas y le ofreció lo mejor que poseía: un entorno idílico, mucho más bello que la agreste isla de Itaca por la que él suspiraba, sus habilidades amatorias, e incluso ambrosía que es el néctar de los dioses. Por último, le prometió que iba a hacerle inmortal. Es decir, puso a sus pies la eternidad. Sin embargo, Ulises, símbolo del exiliado que muere de añoranza por la patria perdida, no aceptó. Todos los días se sentaba a la orilla del mar y lloraba copiosamente porque anhelaba el regreso a su casa y a su isla, a su esposa, Penélope, que le esperaba tejiendo y destejiendo un mismo tapiz, a sus olivos y rocas.

Ulises gemía y lloraba como un niño, sin vergüenza ni pudor alguno. Cómo es posible –podríamos preguntarnos– que uno de los grandes héroes de la Guerra de Troya, el que inventó el ardid del caballo de madera con el que se obtuvo la victoria, llorase a moco tendido donde morían las olas? Los héroes auténticos, los de la antigüedad clásica, lloraban y reían sin contenerse. Expresaban sus emociones, sus sentimientos. Explicaban con palabras y gestos cuanto vivían. No fueron jamás de cartón piedra. Ni buscaron controlar la vida. Creo que eso les hacía aún más héroes.